Otro cuento de Navidad - Capítulo III (3)

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Año 1889, Varsovia...

A pesar del frío, la noche brillaba bajo la atenta mirada de la luna. El gélido viento se adhería a la piel de quienes paseaban por las calles vestidas con colores rojos y verdes. Los balcones lucían guirnaldas decoradas de mil formas y maneras, y en el interior de los hogares reinaba la paz y la tranquilidad.

Jarek, sobrellevando el peso de la edad, caminaba lentamente hacia la casa de su hijo. Lo único que deseaba era llegar y jugar con su nieto. Su mujer ya se había marchado, dejándolo triste y solo, y sus hijos se preocupaban más por ellos mismos que por cualquier otra cosa.

Los estragos de la modernización, pensaba Jarek.

Pero no le importaba demasiado. La sencillez con la que su nieto le hablaba le resultaba refrescante y revitalizante: un soplo de aire nuevo que animaba a su vieja y cansada mente.

Miró hacia abajo y observó el paquete que guardaba en su viejo maletín de cuero. El color marrón, antaño brillante, se había manchado con las marcas que dejan los años sobre el material orgánico, restándole firmeza y añadiéndole grietas y estrías.

—Se parece a mí —susurró sin quitarle la vista de encima.

Acarició el maletín, rozó con los dedos el paquete y sonrió de tal forma que cualquiera que se fijara en él por la calle pensaría que se trataba de un demente o de un atolondrado.

—¡Abuelo, abuelo! —exclamó Stefan.

El anciano extendió los brazos y cerró los ojos al sentir el tacto del pequeño.

—¿Qué me has traído? —preguntó—, ¿los soldados, el tren o el caballito?

—Parece que tienes mucha prisa por saberlo.

—Es que si me lo dices podré pedirle a San Nicolás un juguete que no tenga.

—Ajajá, no te preocupes por eso, mi pequeño, aunque no sepas lo que te he traído, San Nicolás sí que lo sabe.

El niño acarició la mano de su abuelo.

—Entonces, ¿por qué espera en la ventana de mi habitación?

—¿Quién? —preguntó arrugando la frente.

—San Nicolás.

—¿Está en tu habitación?

—No, no, está esperando fuera... en la ventana.

El anciano pestañeó varias veces y se mordió el labio superior.

—¿Dices que hay alguien en la ventana de tu habitación? —preguntó el anciano, preocupado.

—No abuelo, digo que San Nicolás quiere saber qué regalo quiero que me deje.

El hombre cogió al pequeño de la muñeca y se dirigió hacia su habitación. Con la mano izquierda empujó la puerta con suavidad y las bisagras ronronearon igual que un gatito dócil. El silencio retumbó en las paredes de ladrillo cubierto con madera y unos relámpagos iluminaron el entorno.

¿Una tormenta? —se preguntó el anciano y apretó con fuerza la mano de su nieto. El rostro del niño cambió, y la preocupación se incrustó en su pequeño e inocente corazón.

—Quiero que nos vayamos —dijo.

El anciano no lo escuchó y continuó su marcha hacia la ventana. Escrutó el exterior, y suspiró aliviado.

No hay nada. Únicamente son imaginaciones del pequeño, pensó.

Miró a su nieto, sonrió y le entregó su regalo.

—Toma. ¡Es un tren!

—¡Gracias, abuelo! —exclamó.

Un relámpago reveló la existencia de una sombra aguardando al otro lado de la ventana y el anciano se giró lleno de pavor. Entonces su cuerpo se paralizó y permaneció firme, como si se hubiera convertido en una estatua de su propia imagen. Perdido en la nada, un reflejo brilló en la oscuridad del otro lado y desapareció sin que fuera perceptible para nadie. O para casi nadie.

—Abuelo —dijo el pequeño Stefan—, ¿qué te pasa?

El niño sintió un frío intenso y penetrante que no supo describir. Dejó el tren en el suelo y se acercó al anciano. Lo miró fijamente y lo abrazó.

—Abue...

Sus palabras se congelaron y un estallido mudo hizo explotar el cuerpo del anciano, esparciendo trozos pequeños y polvo vaporoso por todas partes.

Sorprendido más que asustado, el niño se arrodilló y se miró las manos con tristeza y asombro.


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