Capítulo 1: Octavo día sin Scarlet

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        Ruby siempre tenía el mismo sueño cada noche desde que Scarlet desapareció

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Ruby siempre tenía el mismo sueño cada noche desde que Scarlet desapareció. Veía a su amiga balanceándose sobre un columpio construido a base de ramas y flores de jazmín. A veces creía sentirla tan cerca, que olía el aroma que desprendían los pétalos blancos y oía la nana que Scarlet le cantaba cada noche cuando compartían la misma cama, cuando descansaban bajo las mismas sábanas, entre los mismos sueños.

Pero entonces Ruby siempre se despertaba.

Y al instante tras abrir los ojos y comprobar que encima de su camita solo descansaba ella, recordaba que su amiga ya la había abandonado desde hacía poco más de una semana. Scarlet ya solo podía perdurar en sus sueños. Ella se había desvanecido en su realidad, como muchas cosas, como muchos recuerdos.

Cada mañana, el dulce «buenos días» de su amiga se sustituía por la ruda voz del doctor Wardsen, quien hablaba con su madre en el pasillo. Ambos siempre cuchicheaban las mismas palabras, mientras miraban de reojo a Ruby tras el hueco libre que dejaba la puerta entreabierta de su habitación. La niña ya se sabía esa conversación de memoria. Más tarde, entraban en su alcoba y ella siempre se levantaba de un salto para recibirles después de oír el chirrido de su puerta. Ya formaba parte de la rutina que el médico mirara a la madre de la chica, preocupado tras ver su aspecto: piel traslúcida, ojeras marcadas, el cabello rojo y hecho una maraña; vestía un camisón arrugado que casi cubría al completo su cuerpo enjuto. La apariencia de Ruby era propia de un indigente.

Wardsen le dedicó una sonrisa forzada.

—¿Cómo te encuentras hoy? —preguntó el médico.

—Bi-bien, señor Wardsen. ¿Podré ir a pasear por la tarde? Este es el octavo día que llevo sin salir de este cuarto, ¡y le juraría que ayer vi nevar! Tengo ganas de pintar algún angelito en la nieve. —La niña empezó a toser tras decir esa palabra, como si bajo su pecho gruñera un monstruo.

Todos se horrorizaron al escuchar aquel enfermizo sonido que provenía de sus pulmones, en especial el capellán del Convento de Saint Gall, el monseñor Miller. Aquella mañana de martes, el clérigo acompañaba a Wardsen. Pero el hombre ni siquiera se atrevió a cruzar la puerta y encarar a la chiquilla. Él se quedó fuera con el gesto asqueado y de brazos cruzados. Miller dedicó a la niña un insulto en voz baja:

—Miradla, es una sirvienta del diablo.

La madre empezó a llorar. El doctor Wardsen le tendió su pañuelo de seda, y ella ocultó su cara tras la tela.

—Tranquilícese, señora Towne. Estoy aquí para ayudarla —mencionó el joven, y cuando miró al frente, vio a la niña haciendo pucheros—. Ruby, ignora que ellos están aquí. Habla solo conmigo. Dime, ¿has tenido hoy ese sueño?

Ruby asintió.

La señora Towne se marchó corriendo de la habitación, y se tapó la boca con el pañuelo de seda para censurar sus gritos. Ella dio un portazo, y fue entonces cuando se escucharon unos alaridos que el sacerdote acalló alzando su voz:

«¡Esto es también culpa suya, señora Towne! ¿No es usted capaz de ver que Satanás está creciendo dentro de esa habitación? Cada día transcurrido es un paso asegurado hacia el infierno. Y la única solución para evitar ese infierno es prender sus llamas en la Tierra, o atar sogas alrededor de los cuellos de todas esas prostitutas del demonio. Hay dos opciones: quemarlas o ahogarlas, y ambas tienen el mismo resultado. Las brujas no merecen ninguna misericordia por nuestra parte cuando ni siquiera el Señor la tiene.»

Wardsen desvió la mirada, e hizo el pésimo intento de disimular que no había escuchado aquello. El doctor se agachó para colocarse a una altura inferior a la de Ruby.

—Doctor... Ward-Wardsen. —Ruby tartamudeó al verle tan cerca—. No me ha respondido... ¿Podré salir?

La chica estaba tan desesperada por abandonar su casa que no quitaba la vista de la ventana. Imaginaba estar de nuevo en el bosque, sentada sobre la nieve mientras observaba el horizonte. Ruby lanzó una mirada de súplica al doctor, tan solo quería respirar un poco de aire distinto a la ocupada atmósfera de su habitación.

—Verás... —Wardsen se quitó el sombrero, y colocó la visera del mismo sobre su pecho—. Ahora es mejor que no salgas. El pueblo está pasando por uno de sus inviernos más crudos, y te prometo que ni siquiera he visto niños en la calle con los que puedas jugar.

—¿Acaso piensa usted que aún tengo edad para jugar? Cumplí catorce años hace dos meses. —La niña le recriminó.

—Sigues siendo una niña, Ruby. —Wardsen continuó tuteándola.

—¿Y quién dice eso? ¿Usted? Ya tengo la edad suficiente para oír los cánticos a los espíritus bajo la luna llena, y también para saber que aquellas que se esconden en la guarida de hielo y convocan a los muertos... arden en la hoguera si son descubiertas. El olor a carne quemada me despierta por las noches muchas veces —explicó Ruby—. Detesto eso, porque así no sueño con Scarlet hasta que me duermo al día siguiente. ¿Y sabe una cosa? ¡Prefiero que ahoguen a las brujas! ¡Que las cuelguen! ¡Así no gritarían de dolor! ¡Así no apestaría cada rincón de Salem a la sangre que se prende en las hogueras cada noche!

—Ten cuidado con lo que dices. La brujería no es ningún juego, y no quiero ni pensar lo que sucedió durante la noche que te rescaté.

Wardsen contempló la mirada vacía de la chica.

—No recuerdo nada de esa noche. Ya se lo he repetido miles de veces a lo largo de esta semana —contestó Ruby sin que le temblara la voz.

—¿Ni siquiera la conversación que mantuvimos?

Ruby negó con la cabeza.

—Haz un esfuerzo, Ruby —imploró Wardsen, ya estaba de rodillas—. Los pueblerinos rumorean que estás maldita, que las brujas te atraparon durante esa noche y que te reclaman como suya. Quieren hacerte parte de un sacrificio para destruir así al pueblo y evitar que todo su profano linaje se extinga.

—No sé de qué me está hablando.

—Yo tampoco sé de qué me hablas cuando juras y perjuras que conoces a esa tal Scarlet —replicó Wardsen—. Y por cierto, hoy no vayas a salir de casa. Eso queda prohibido, y creo que ya lo hemos hablado demasiadas veces para dejarlo claro. Este sitio es peligroso. Tienes demasiada suerte al seguir con vida. Poner un pie ahí fuera es sinónimo de muerte. Los vecinos no tendrán ninguna piedad contigo. Y ya ni hablemos de las brujas.

Ruby empezó a llorar. El médico se arrepintió tras discutir con ella, tal vez su locura no tenía solución.

—¡Ojalá usted se pudra en el infierno, señor Wardsen! —chilló Ruby.

«Compartiríamos el mismo sitio bajo el fuego...», pensó el doctor mientras abandonaba el cuarto de la chiquilla, que ya se convirtió para él en una bruja más.

La guarida de hieloWhere stories live. Discover now