»13: La torre 8.

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El año pasado, experimenté uno de los sucesos más aterradores de mi vida, aun no puedo evitar tener algún espasmo cuando recuerdo lo acontecido, pero supongo que tendré que recuperarme de ello, pues la vida sigue. Era una cálida tarde de primavera, de esas donde se siente una suave brisa contra el rostro cuando se sale a la intemperie tras varias horas de estar encerrado en una oficina o, en mi caso, un laboratorio. Hace dos años, me recibí de Oficial Profesional Policial y trabajo desde entonces en el enorme edificio que alberga la Escuela de Investigaciones, casi a las afueras de la ciudad. Al finalizar mi turno, a las 20 horas aquel día, ansioso, cogí mi maletín, mi chaqueta y caminé hasta la estación de metro, para sumergirme en la vorágine y en las entretenciones que me brindaba mi celular camino a casa. Aunque ya contaba con un vehículo nuevo, siempre prefiero ser ecológico y tomar el subterráneo tantas veces como sea posible. Tras unos veinte minutos de viaje, exhausto y con ganas de un buen trago, salí del metro y caminé hacia la torre de departamentos donde vivía en aquel entonces; pese a que ya contaba con el dinero suficiente como para comprar una residencia en uno de los tantos condominios modernos de casas y edificios que se han inaugurado en la periferia de la capital, me pareció mejor idea comprar un departamento en el corazón de la ciudad al independizarme de mis padres, concretamente en la torre 8 de la Remodelación San Borja, en Santiago Centro, pues son construcciones antiguas, confiables y tengo excelentes referencias de estos conjuntos. Luego de bajar del ascensor, rápidamente, fui a buscar una de las latas de cerveza que tengo en el refrigerador y, sin contratiempos, me dirigí al balcón a beberla, contemplando el ocaso y el manto de luces que cubría la ciudad de extremo a extremo. El apetito, sin embargo, pudo más y, tras botar la lata en el cubo de basura, fui a prepararme algo para comer. En ese momento, recordé de pronto que había olvidado por completo comprar previamente algo para echarme al estómago; esto de vivir solo hace que me olvide de cosas esenciales. Estoy harto del sushi y las pizzas y quise de una vez por todas zafarme del santiaguino promedio y cocinar algo de verdad. Entonces, fui por mi chaqueta y baje por la escalera del dúplex para tomar el ascensor; pero algo no andaba bien: Las luces parpadeaban insistentemente en el largo y solitario pasillo del piso 20, la antepenúltima planta. En los dos meses que llevaba viviendo en esa torre, nunca pasó algo similar. Justo antes que el ascensor se detuviese, al entrar al habitáculo, pude escuchar a un hombre corriendo de un lado a otro en el final del pasillo, fue ahí cuando sentí un escalofrío y una extraña sensación de mal presagio. Luego de acudir al supermercado que estaba en avenida Portugal, regresé a mi torre cargado de paquetes, con lo cual me costó un tanto presionar el botón del ascensor para volver a mi piso. No contaba con lo que iba a ocurrir después: El ascensor se detuvo de golpe en el piso 14; en el instante en que esto pasaba, preferí pensar en que ello se debía a la antigüedad del edificio, pues las 22 torres circundantes datan de finales de los años 60, así que mantuve la calma y presioné el botón que tiene una campanita, para recurrir a la ayuda del personal técnico del edificio o del conserje, quien brillaba por su ausencia al salir y regresar del supermercado. Mientras esperaba, lo peor sucedió: Me quedé a oscuras, solo y en un pequeño recinto; mi profesión me indica que siempre es preferible mantener la calma ante circunstancias como estas, aunque ya el aire comenzaba a faltar y sentía un minúsculo cúmulo apoderándose de mi estómago, un cúmulo de pánico y desesperación. Afortunadamente, las puertas se abrieron y salí despavorido del ascensor, decidido a tomar la caja de escaleras para llegar al piso 20; fueron varios minutos, el conserje casi nunca está en el mesón de la recepción; es todo un caso, del tiempo que llevaba allí, tan sólo lo he visto unas 4 veces. Sin embargo, al abrir la puerta de las escalas, encontré algo que me puso los pelos de punta: Pisadas ensangrentadas, a juzgar por el tamaño y la forma de estas, eran de un hombre; con grandes deseos de aplicar mis conocimientos al diario vivir, subí rápidamente hasta el 20 y tras depositar los paquetes en el recibidor y coger mi arma de servicio y unos guantes de procedimiento, descendí hasta tan tenebroso cuadro. Me di cuenta que las pisadas continuaban hasta los pisos inferiores, mientras más pisos bajaba, el escenario de tornaba cada vez peor, pues pude apreciar marcas de manos ensangrentadas en las murallas de la caja de escaleras y un rastro lineal de sangre que se dirigía hacia abajo. Todos estos indicios me hicieron dilucidar que alguien estaba cargando un cadáver sangrante; ya cercano a los pisos subterráneos, los rastros de sangre pasaban a ser charcos; sigilosamente, al llegar a la planta más baja del edificio, en el tercer subterráneo, abro la gran puerta de fierro del gran recinto que alberga a los viejos estanques de agua potable de la empresa COSSBO. Fue ahí cuando el ambiente se tornó completamente lúgubre, tétrico y denso, verdaderamente, sentía que estaba rodeado por maldad pura. Las marcas de sangre seguían un rastro aleatorio, por toda aquella planta e inclusive, los estanques de agua tenían las mismas marcas de manos que las paredes de los pisos superiores. Pese a que sabía que el peligro era inminente, decidí seguir adelante para ver quién era el que pululaba por estos recónditos parajes. Al llegar al fondo de ese enorme salón, vi un enorme umbral con una puerta de doble hoja de fierro oxidado, con antiguos picaportes. Con mi arma empuñada, traguee saliva y entré en aquel lugar: Era una habitación por lo menos dos veces más grande que la anterior, que en otros tiempos presumiblemente se utilizaba como bodega. Estaba oscuro, pero mi formación me indicó que alguien había estado allí escasos segundos antes, como si recién hubiesen apagado la luz, pues había un dejo de perfume y los filamentos de tungsteno de las viejas ampolletas del cielo raso aún estaban en un tono anaranjado. A tientas en la oscuridad, encontré el interruptor y lo presioné; con voz autoritaria, ordené que quien fuese que estuviera oculto, saliera inmediatamente, pero mis palabras resonaron en la soledad de aquel subterráneo y fueron absorbidas por los gruesos cimientos. Entonces, aun con mi arma en mano, me fijé en la gran cantidad de cosas que se encontraban en el lugar; afirmados en los muros, habían improvisados estantes, con material médico, escalpelos, cuchillas, algunos reactivos químicos, pinzas de todos los tamaños y, para colmo de todo, un gran mesón metálico ocupaba casi todo el centro de la habitación, en cuya superficie, blanco amarillenta y descascarada, había una gran mancha de sangre fresca; bajo esta, se podían ver otros rastros de sangre antigua: Alguien había hecho un escabroso trabajo sobre esa mesa. Arriba de este aparataje, inclusive, pude ver una gran lámpara, apagada por cierto, redonda y apoyada sobre un pedestal, muy similares a las existentes sobre las estaciones de autopsias. Esto empezaba a tornarse color de hormiga. Con todo esto en mente, puedo ver una pequeña puerta de madera detrás de un perchero para delantales, en la esquina derecha de la habitación, la cual abrí lentamente y, haciendo un molesto chirrido, dio paso a un hedor espantoso, el hedor del formaldehído. El otro cuarto estaba oscuro, así que decidí sacar mi celular y utilizar su linterna. No había interruptor al parecer, o bien, estaba muy bien escondido. Lo que a continuación pude apreciar fue una escena verdaderamente chocante: Frascos de todos los tamaños, provistos de ese fétido líquido amarillento, guardaban en su interior los más diversos órganos humanos, entrañas de todos los sistemas e incluso corazones y cerebros. Esa pieza eran tan solo frascos, con ese desagradable olor, que tumba a cualquiera; quise retornar ante lo mal que me estaba sintiendo, pues ese químico supone un gran peligro para la salud, pero ya había llegado demasiado lejos como para desistir de mi incursión. La mitad de uno de los estantes se apoyaba sobre un umbral sin puerta, que tan sólo tenía unas tiras de viejo plástico colgando desde la parte superior del umbral, hasta el suelo. Con temor y fascinación al mismo tiempo, continué indagando en los confines más oscuros de Santiago; el umbral dio paso nuevamente a la oscuridad, un inquietante túnel, de baja altura y donde el desagradable olor a formalina daba paso a un nauseabundo olor a podrido; unos pasos más allá había un gran arco que daba a otro recinto, levemente iluminado, como por cabos de vela o pequeñas ampolletas. El hedor se tornaba cada vez más penetrante, por lo que me cubrí mi nariz con mi antebrazo. Al llegar a esa habitación y con ayuda de mi celular, los cabos sueltos comenzaron a atarse: Una gran cantidad de cuerpos muertos, desmembrados y apilados en el fondo del cuarto, aguardaban para ser arrojados a un foso de incineración, correspondiente según mis cálculos al final del ducto de la basura. No alcancé a dar un paso, cuando un gran golpe con un objeto contundente me dio en la espalda, pero afortunadamente no en la cabeza, haciéndome caer de bruces frente a la gran montaña de cadáveres. De un salto y con la adrenalina en mis venas, me puse de pie y comencé a forcejear con un sujeto macizo, de mi estatura y de una fuerza descomunal. Tras unos minutos de intensa disputa, apliqué sin chistar las maniobras de defensa personal que aprendí hace unos años en la Escuela de Investigaciones. El sujeto precipitó de golpe sobre unos sacos de arena y lo contuve por los hombros: La escasa luz que había en el recinto fue suficiente para dejar entrever que llevaba su cabeza cubierta por un gorro verdoso con manchas marrones, igual al que utilizan los médicos cirujanos en intervenciones y su nariz y boca con una gran mascarilla. Aun el hombre tenía fuerzas e intentó arrebatarme mi arma de servicio, pero no quise prolongar más la situación y rápidamente le propiné un balazo en su pierna izquierda, inmovilizándolo parcialmente. El susodicho yacía recostado en el suelo, quejándose de dolor y, para evitar sus movimientos, le puse un pie a la altura de su pecho, mientras cogía mi celular y llamaba a un amigo y colega de la Escuela, para que viniese a colaborar conmigo. Le di las coordenadas y bastaron unos minutos para que llegase al lugar, pues vive en un loft de calle Marcoleta, a escasos metros de la torre 8. Aquel hombre se retorcía de dolor mientras esperaba a mi colega, hasta que llegó y juntos lo trasladamos al hospital más cercano, para curar sus heridas y llevarlo posteriormente al control de detención de ese cuadrante. Fue precisamente en el hospital, con todas las luces del edificio cuando recibí la mayor impresión en años: Pude reconocer que el sujeto que cometía todos estos sangrientos actos era el conserje del edificio, un hombre de unos cincuenta y tantos años de edad, completamente desquiciado y lleno de odio. Los días pasaron y se le dictó prisión preventiva mientras se esclarecían todos los hechos. Como yo viví este caso muy de cerca, quise llegar al fondo de esto. Todos los antecedentes de los ciudadanos del país se encuentran en archivos electrónicos y en línea, disponibles para fines investigativos, información a la cual nosotros como oficiales policiales, detectives y afines, tenemos acceso libre. Descubrí que este hombre, hace cerca de 30 años, era un destacado estudiante de medicina en una prestigiosa universidad del país; no obstante, ante su obsesión con la experimentación con los occisos de la morgue, este fue descubierto por sus compañeros y posteriormente estos hechos fueron informados a las autoridades de la Universidad. Inmediatamente, se tramitó su expulsión, la subsecuente cancelación de su matrícula y la prohibición de ejercer cualquier procedimiento relacionado. Su excesiva obstinación lo motivó a cometer terroríficos actos en la ilegalidad. Enloqueció. Según pude indagar, el sujeto de iniciales D.F.W.G. comenzó a trabajar como conserje precisamente en la torre 8 de la Remodelación San Borja en marzo de 1986; acostumbraba a cercenar a solitarios transeúntes que se movilizaban por los barrios del extrarradio de Santiago y también cercanos a las bocas del metro, para luego subirlos a una camioneta y trasladarlos a tal aterrador subterráneo. Las denuncias en los medios no se hicieron esperar, pero gran parte de ellas eran censuradas por los periódicos y la televisión de la época, pues podían hacer alusión a detenciones y ejecuciones propias de la Policía Secreta de Estado, muy comunes durante los años de dictadura. Nadie se daría cuenta, pues su carácter amable y condescendiente nunca lo delataron de sus tramas ocultas y además, estacionaba su camioneta en el tercer subterráneo de la torre con conexión casi directa al salón de estanques. Según los últimos acápites del informe que narraba sus movimientos, el sujeto no volvió a cobrar víctimas a las afueras de Santiago, dado que desde los años noventa, las empresas inmobiliarias y constructoras comenzaron a erigir enormes y modernos polígonos de viviendas, urbanizaciones y condominios provistas de casas y departamentos en los alrededores de la ruta de circunvalación, que hasta los 80 eran predios campestres y zonas de límite urbano, especiales para cometer estos crímenes. Fue allí cuando tomó la decisión de comenzar a asesinar gente durante las noches en los alrededores de las torres, entre los frondosos árboles del Parque San Borja e incluso dentro de la misma torre, para trasladarlos a aquel oscuro recinto y practicar toda clase de experimentación con ellos, en el mesón que se encontraba a escasos metros del salón de los estanques de agua. Finalmente, el asesino fue condenado a 60 años de presidio, dado su prontuario. Actualmente, me he permitido comprarme una hermosa casa a las afueras de la ciudad, pues luego de aquello, no quiero volver a pisar una torre de departamentos en mi vida, más aun si es antigua.

Autor: Francisco López Eldredge

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