Notas de otoño

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Primero que nada me presentare, púes talvez nunca olviden esto. Mi nombre es Alexis. Hoy tengo veinte años, pero mañana nueve de octubre cumpliré veintiuno.

Les contaré un fragmento de mi adolescencia, en la cual arriesgué mi vida para salvar la de mi única familia.

En fin, es una historia larga y les pido que presten mucha atención, porque si bien, no es tan difícil de entender, los hechos ocurridos a muchos le helarían la sangre.

Esta narración transcurre hace seis años atrás, cuando yo tenía catorce. Era otoño en el pueblo donde yo vivía, las hojas con sus bellos colores amarillos y marrones caían sobre nuestro patio, como anunciando una desgracia. El frio de esos días era terrible, pero lo que pasó ese maldito veintitrés de octubre lo fue aún más.

Después de salir de la escuela y luego de despedirme de mi amigo en la esquina de mí casa, vi el auto del doctor frente a esta. Obviamente me asusté, pero me tranquilicé creyendo que mi madre se había resfriado, como habitualmente lo hacía en esa época por las bajas temperaturas. Por eso, caminé lento a casa y tarde lo que tardaba siempre en recorrer los cien metros que me quedaban de camino para llegar.

Cuando llegue, luego de dejar mis útiles y guardapolvo, fui a la habitación de mi madre. Donde la vi en ese estado tan deprimente. Estaba pálida como un cadáver pero, por suerte, aún no lo era. Velozmente me acerqué a la cama y le pregunte:

— Mamá ¡¿qué te pasa?!

Y el doctor me respondió:

—No te escucha, tuve que sedarla, ella no quería que la vieras así.

Titubee pero de todos modos y con la garganta algo quebrada formulé una pregunta nueva:

— ¿Qué es lo que le pasa?

— Sin los análisis necesarios, no lo sabremos —acotó el sujeto, serio y sin expresión.

Me dijo también que ya había llamado al conductor de la ambulancia y que pronto llegarían aquí. Él hablaba pero yo lo escuchaba muy poco, pues estaba pensando que es lo que le podría estar pasando, yo sabía que mamá tenía algunos problemitas de salud pero nunca se le habían notado.

Varias semanas después, ya con mi madre en el hospital y luego de muchos estudios y análisis, descubrieron la causa de los malestares de mi madre. Comencé a preocuparme cuando los médicos llegaron con los análisis. Mi madre ya estaba consciente pero no me dejaron quedarme con ella, me obligaron a retirarme de la habitación. Yo sin mucho insistir me retiré y esperé con paciencia afuera de la sala.

Me reí por lo bajo al darme cuenta de que ese número, el maldito veintitrés, era el de la sala donde estaba mi madre y al mismo tiempo, es el número del día en que ella enfermo. No podía creer tanta coincidencia.

Luego de una larga espera, y de ardua inquietud, decidí sin dudar golpear esa puerta, la cual inmediatamente se abrió y vi ahí a los doctores con sus cabezas agachadas y mi madre envuelta en llantos. Yo seguía sin comprender, pero me di cuenta que era grave. Ya qué, de ser algo leve, mi madre no estaría llorando.

Pregunté, desde la puerta sin acercarme:— ¿qué es lo que tienes?

Mi madre se secó las lágrimas y pidió a los doctores que nos dejaran solos. Cuando se retiraron me hizo acostarme a su lado, comenzó a tocarme el pelo como lo hacía cuando era pequeño. Y llorando aún más fuerte, habló: —Hijo... tengo leucemia. La leucemia es un tipo de cáncer que ataca la medula espinal...

—Sé lo que es la leucemia, mamá —interrumpí—, y sé que si es detectado a tiempo puede ser curado.

En ese momento deseé, pedí, rogué que todavía hubiera tiempo.

Notas de otoñoUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum