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Lo que otrora fue un hogar de campo feliz, se había convertido poco a poco en un escenario gris.

Mariana se había marchitado luego de la muerte de su hija. El funeral la había destrozado más allá de todo arreglo. De nada servían los abrazos, ni los "te quiero" mal pronunciados, pero bien sentidos, de su pequeño Gabriel. Tampoco, las palabras que pudiera decirle su esposo, ni sus besos, ni su música.

La pena era tan honda... ¿Quién podría entenderla? ¿Acaso alguno de ellos había cargado nueve meses una vida, cuidándola con amor y esperándola con ilusión? ¿Alguno había sentido el milagro de la vida ocurriendo en el mismo seno de su ser? ¿A alguno le había sido arrebatado tan bello tesoro? No. Nada de eso.

Era la madre de un bebé muerto. Tenía un ángel en el cielo que la cuidaba, ¿verdad? ¿O tenía un espíritu a su alrededor señalándola con el dedo, acusándola por un error que se escapaba de su entendimiento? La idea la atormentaba. ¿Qué había hecho mal?

Cuando Prudencia la había encontrado abrazando el cuerpito sin vida de Soledad, había vuelto sus ojos al espejo y negado con la cabeza, decepcionada. Esa vieja no podía hablar en serio con lo de los espejos. Era estúpido. El médico había hablado de muerte súbita. Que, a veces, pasaba. Que se recuperara y, después de un tiempo, lo intentara de nuevo. Como si un hijo sacara a otro. ¿Es que nadie tenía las palabras correctas para ella?

Dejó de alimentarse correctamente. Abandonó sus clases, sus zapatillas de danza. Se dejó morir en vida por la depresión. Pasaba todo el día en la casa, deambulando y llorando por los rincones.

Pasaron meses. Su familia la reclamaba. Y, de tanto insistir, la terminaron recuperando. Mariana volvió a conmoverse por los avances de Gabriel y a encontrar abrigo en los brazos de Marcos. Pero, había quedado marcada de por vida. La sonrisa nunca llegaba a instalarse demasiado tiempo en sus ojos. Su risa era un raro bien, muy apreciado por sus acompañantes cuando surgía. Esa madre doliente era una sombra de la muchacha vivaz que había sido.

Sin embargo, no era la única sombra de la casa. Del otro lado de los cristales, vivía otra que hacía honor a su nombre: Soledad.

Fueron largos los meses que la beba yació en el suelo polvoriento del mundo del espejo. Tiempo en el que lo único que llegaba a ver era, ocasionalmente, su padre. Mariana no se atrevía, le dolía demasiado.

Su cuerpo, o más bien, la huella de su alma, se desarrolló como si aún circulara aire por sus pulmones y sangre por sus venas. Y un buen día, fue capaz de desplazarse más allá del mundo espejado de la habitación de sus padres. Recorrió el resto de la casa y se asomó a las ventanas. Era tan hermoso el mundo de afuera. Apenas era consciente, pero añoraba pisar ese césped tan verde y trepar a la cima de las montañas que asomaban al horizonte.

Un buen día, mientras intentaba atrapar motas de polvo iluminadas por el sol, la niña—de unos tres años ya— descubrió a un ser humano bastante más pequeño que los demás que solía encontrar. Estaba en el salón de música, donde se hallaba el piano de cola de su padre.

Le gustaba ese lugar porque el espejo ocupaba toda la pared y tenía una buena vista del cerro, por un lado, y de la habitación, por el otro. Los visitantes más frecuentes eran los encargados de la limpieza, que ni se molestaban en mirar más allá de su rostro. Nadie le prestaba atención. Eso la entristecía un poco. Pero ese día, todo prometía cambiar.

La puerta, siempre cerrada para cualquiera que no fuera del servicio, se abrió lentamente, con sigilo. Una cabecita rubia se asomaba, curiosa, a la habitación prohibida. A Soledad le hubiera saltado el corazón de alegría, en caso de que éste funcionara, al ver al amigo en potencia. Gabriel se la quedó mirando.

—Hola — la saludó, corriendo en puntas de pie hasta ella.

Se chocó con el cristal, confundido. Soledad lo miró, feliz por haber sido finalmente descubierta. Pegó las manos al espejo, en su afán de contacto. Ellos no lo sabían, pero ese encuentro no podría llevarse a cabo jamás.

—¡Hola!— le dijo más fuerte, enojado al no obtener respuesta.

Ella se limitó a sonreírle. Lo escuchaba fuerte y claro, pero no podía devolverle el saludo, sólo agitar su mano con entusiasmo.

—¿Qué hacés acá, Gaby? Se va a enojar tu mamá — dijo Prudencia, desde la puerta.

—Estoy queriendo hablar con la nena — le respondió.

A la mujer, le bajó un escalofrío. No había nadie ahí más que el  pequeño hijo del patrón. Se acercó rápidamente a él. ¿Sería que algún duende se había decidido a molestar al niño?

—¿Quién, hermoso?— le preguntó, dulcemente.

—Ella. Está ahí encerrada y no puede salir — la señaló.

Entonces, la vio. Prudencia gritó y se desmayó de la impresión.

Frente Al EspejoWhere stories live. Discover now