Capítulo 3

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Los primeros rayos del sol me despiertan. Puede que sea la intranquilidad propia del que se siente preso en un mundo con demasiados peligros rondando alrededor, desvelándome del reparador sueño cualquier simple variación del entorno. ¿Será esta la sensación del hombre prehistórico, aquel que vivía cada nuevo día sin saber si a pocas horas se encontraría alimentando a los gusanos? Es probable que no, que viviese sin el miedo, ni siquiera la preocupación, de no lograr sobrevivir hasta llegar a viejo. En realidad, no sirve de nada pensar en ello. Si ha de llegar el final, llegará, por mucho o poco que te comas la cabeza.

Anoche me quedé dormido casi sin darme cuenta, mientras le daba vueltas a lo sucedido durante la jornada. Normalmente, suelo quedarme desnudo a la hora de echarme a la cama, con la agradable temperatura de la noche, pero ahora me encuentro sudando por no haberme quitado la ropa y con la espalda doblada al pasar tantas horas en el puf.

Toca una ducha, rápida para no gastar mucha agua, que hace semanas que no cae una sola gota de lluvia y el improvisado depósito que instalé en el último piso debe estar ya al diez o quince por ciento de su capacidad. Fue bastante sencillo de hacer, aprovechando la inmensa pecera de la vivienda de la séptima planta, donde, de pie, el tope del recipiente me llega al pecho y de largo tendrá entre tres y cuatro metros. Me pareció impresionante cuando la vi, aunque tampoco tan sorprendente como que el propietario debió comprar las otras tres viviendas e hizo una sola entre las cuatro últimas del edificio. Solo me quedó aprovechar la salida de humos hacia la azotea para enlazar con ella varios tubos de plástico que recogían y dirigían el agua caída hacia el piso en el que estoy instalado. Sí, es cierto; tengo bastante tiempo libre, aunque para estas cosas me viene genial.

Ya aseado y vestido, recogida mi mochila y equipado con la cantimplora, munición y una pistola extra, salgo de la vivienda y la cierro con llave, devolviendo la cadena de plata bajo la camiseta. Hoy no me apetecen saltamontes, por lo que desciendo las escaleras rumbo a la planta baja.

En una costumbre diaria convertida en riguroso ritual, bajo los últimos peldaños con lentitud, observando el exterior a través de los barrotes del portón, donde apenas queda señal alguna del cristal que un día vistiera.

En principio no se ve nada, de ahí que me acerco, aún con recelo, hasta la entrada. Un vistazo a un lado, al otro... No parece que deba retrasar mi salida del edificio. Puerta abierta y cierre con llave. ¿Y ahora? Rumbo al este; quiero visitar el hospital.

Por algún motivo que no llego a entender, esta zona de la ciudad es muy poco transitada por personas, ni siquiera viajeros o gente que se haya perdido. Sí, es verdad, no hay aquí mucho para comer, pero no es algo que pueda saberse sin pisar estas calles e intentar explotarlas. Tampoco hay bandidos y no es que sea un territorio plagado de clomas. De ahí que, curiosamente, haya vivido aquí mucho más tranquilo que en mi ciudad natal, a muchos kilómetros de esta y también en la costa. Sin embargo, no podría haberme quedado en aquel lugar. Ya no se trataba de que todos mis seres queridos hubiesen muerto o que la acumulación de estos crueles e insaciables seres hiciera imposible salir en busca de alimento sin que te toparas con ellos un mínimo de cuatro o cinco veces al día. El aumento de la temperatura global de la Tierra que se venía sufriendo durante todo un siglo fue acabando con las nieves perpetuas de las cimas de las montañas que se elevaban a poca distancia del mar y los ríos perdieron el caudal con el que abastecían a la urbe. Antes que resignarse a una emigración masiva de sus habitantes, se construyó la inmensa desaladora que debía paliar esta falta de agua, agotando así las arcas de la ciudad. Dio la impresión de que daba resultado, pero, entonces, llegaron los clomas. Nunca supe, ni me interesé por ello, si tuvieron algo que ver, directa o indirectamente, con la destrucción de la planta desaladora, apenas una semana después de su aparición, pero constituyó un suceso determinante para que me marchara. Fue, irónicamente, la gota que colmó el vaso, máxime cuando, para entonces, ya me encontraba solo.

Raken, la ciudad del origen y el olvidoWhere stories live. Discover now