Parte 1

1.2K 33 4
                                    


—No olvides que vas a casa de tía Alicia. ¿Me oyes, Gilberte? Ven; te haré los rizos.

—Abuela, ¿no crees que podía ir sin papillotes?

—No lo creo —repuso con moderación madame Álvarez.

Posó, encima de la llamita azul de un hornillo de alcohol, las viejas tenacillas cuyos brazos terminaban en dos pequeños hemisferios de metal macizo, y preparó los papeles de seda.

—Abuela, ¿y si, para cambiar, me hicieras una onda a un lado?

—Ni hablar. La máxima excentricidad permitida a una muchacha de tus años, es llevar unos rizos en las puntas de los cabellos. Siéntate en la banqueta.

Al sentarse, Gilberte dobló sus piernas zancudas de quince años. Su falda escocesa descubrió unas medias de hilo acanalado hasta más arriba de las rodillas, cuya rótula ovalada era, sin que ella lo sospechara, una pura perfección. Poca pantorrilla, el empeine del pie alto, tales encantos hacían lamentar a madame Álvarez que su nietecita no hubiera estudiado danza. Asió con las tenacillas calientes los mechones de color rubio ceniza, torcidos y aprisionados en papel fino. Con paciencia y habilidad, sus manos gordezuelas reunían en gruesos bucles sueltos y elásticos el magnífico espesor de una cuidada cabellera, que no rebasaba mucho los hombros de Gilberte. El olor vagamente avainillado del papel fino y el calor de las tenacillas adormilaban a la muchacha inmóvil. Además, Gilberte, sabía de sobra que toda resistencia sería vana. Casi nunca pretendía huir de la autoridad familiar.

—¿Lo que mamá canta hoy, es Frasquita?

—Sí. Y esta noche, Si j'étais Roi. Te he dicho mil veces que cuando estés sentada en un asiento bajo, has de juntar las rodillas y doblarlas a la vez, sea a derecha, sea a izquierda, para evitar una indecencia.

—Abuela, si llevo pantalón y enaguas...

—El pantalón es una cosa; la decencia, otra —dijo madame Álvarez—. Todo depende de la actitud.

—Ya lo sé; tía Alicia me lo ha repetido muchas veces —murmuró Gilberte.

—No necesito a mi hermana —dijo agriamente madame Álvarez— para inculcarte los principios de las conveniencias elementales. De eso, a Dios gracias, sé un poco más que ella.

—Abuela, si me quedase aquí, ¿iría a ver a tía Alicia el domingo próximo?

—¡Vaya! —dijo madame Álvarez altivamente—. ¿No tienes ninguna otra sugerencia que hacerme?

—Sí —dijo Gilberte—. Que me hagan las faldas un poco más largas para que, en cuanto me siente, no tenga que estar todo el rato doblada como una "Z". Hazte cargo, abuela; siempre tengo que estar pensando en "lo-que-yo-me-sé", con estas faldas tan cortas.

—¡Silencio! ¿No te da vergüenza llamar a eso "lo que-yo-me-sé"?

—Pues estaría encantada de darle otro nombre, pero...

Madame Álvarez apagó el hornillo. Su pesada silueta española se reflejó en el espacio de la chimenea.

—No hay otro —decidió.

De entre la maraña de rizos rubio ceniza surgió una mirada incrédula, de un hermoso azul oscuro de pizarra mojada, y Gilberte se desplegó de un brinco:

—Pero, abuela, de todas maneras me podrían hacer las faldas un palmo más largas. O se les podría añadir un volantito.

—¡Lo que iba a entusiasmar a tu madre! ¡Tener una hija que aparentaría por lo menos dieciocho años! ¡Con su carrera! ¡Vamos, querida, razona un poco!

Gigi - ColetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora