Tras un fuerte aplauso de los asistentes, la gente fue levantándose de sus sillas y, tras saludar a Ribas y decirle lo mucho que les había gustado su conferencia, salían de la sala.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó Ribas a su amigo Andrés Taída.

Andrés se encogió de hombros.

—Un poco fantasioso, ¿no? —dijo Andrés con aire burlón—. Encontráis en el suelo de una casa en obras un manuscrito, las memorias de Francisco de Aranda, que habla de otro manuscrito, un códice muy importante para el Papa Luna pero de ahí a que se trate del Códice Imperial. La historia del Códice no es más que una leyenda.

—El Códice existe —recalcó Ribas—. Además, después de lo que me contaste que paso con tu tío*, ya deberías saber que todo es posible, que muchas de las que creemos meras leyendas son reales. 

Andrés asintió con la cabeza.

—Pero sigo creyendo que el Códice Imperial no.

—Por cierto —dijo Ribas, cambiando de tema—, quiero presentarte a alguien.

Ambos se acercaron a un hombre de cincuenta y nueve años, pelo grisáceo y estatura media.

—Te presento al profesor Gonzalo Medina —Ribas vio como ambos se estrechaban la mano—. Deberías leer su último libro: «La verdadera historia del Papa Luna».

Los tres estuvieron un rato hablando e intercambiando impresiones. De pronto, Ribas notó como una mano se posaba en su hombro. Se dio la vuelta y vio a un hombre; tenía una espesa barba y llevaba puesta una gabardina.

—Quisiera hablar con usted.

Ribas se disculpó ante sus amigos y se retiró unos pasos para hablar con aquel hombre. Tras unos minutos el hombre de la gabardina se marchó. Ribas se dio la vuelta para volver a reunirse con Taída y el profesor Medina. En ese momento notó como alguien detrás de él le rodeaba la cabeza con las manos, tapándole los ojos.

—Aun no me has dicho nada —dijo una voz de mujer, que Ribas reconoció inmediatamente—. Y eso que he aguantado todo tu discurso.

—¡Laura! —exclamó Ribas

Laura Ribas quitó las manos de delante de los ojos de su hermano. Mientras éste se giraba hacia ella.

—Casi me duermo —dijo bromeando—, ¿por qué siempre hacéis estas conferencias tan aburridas?

* * * *

La luna brillaba en el cielo de aquella magnifica noche en Peñíscola. Ribas había insistido para que Andrés les acompañara a cenar. Estaban ellos dos y Laura, también les acompañaba el profesor Gonzalo Medina. Habían cenado estupendamente, en la terraza de un restaurante, colocado en los bajos de un edificio de apartamentos; uno de los muchos que había en el Paseo Marítimo.

—Bueno —dijo Ribas tras el café—, tengo que irme. He quedado con una persona. Nos vemos luego —comentó, dirigiéndose a Laura y Andrés—. Profesor —dijo, dándole la mano—, le llamaré mañana; para concretar el tema sobre el que hemos hablado esta mañana, antes de la presentación. 

—Por supuesto, no hay ninguna prisa —respondió éste—. Tómate tu tiempo, piénsalo bien y ya me darás una respuesta.

Andrés y Laura se miraron, sin saber de que estaban hablando.

Los tres vieron como Jaime Ribas se alejaba por el paseo en dirección al Castillo de Peñíscola.

—Yo también debería irme —dijo Medina—. Buenas noches. Tal vez nos veamos mañana.

Andrés y Laura se despidieron de él. Luego, ambos comenzaron a pasear por el paseo.

* * * *

Se encontraba agachado, buscando en los bolsillos de aquella vieja gabardina, cuando oyó un grito detrás de él.

—¡Alto! ¡No se mueva!

El grito resonó entre las murallas de aquel castillo situado en lo alto de una roca sobre el mar.

Se giró y vio a dos policías, que le apuntaban con sus armas. Los policías habían acudido a la llamada de un vecino, que había oído unos gritos y lo que parecía el ruido de dos disparos. Efectivamente, había habido dos disparos, en el suelo yacía un cuerpo sin vida, a los pies de quien, minutos antes, hurgaba en los bolsillos de la gabardina de la víctima. 

No acertó a decir palabra, mientras los policías lo esposaban. Lo introdujeron en el coche patrulla y se fueron; llevándose detenido, como presunto autor del asesinato, a Jaime Ribas.

Los policías acordonaron la zona. La víctima era un hombre de unos setenta años, con una abundante barba canosa, llevaba una gabardina gris muy desgastada. Todo apuntaba a que se trataba de un vagabundo.

La policía científica peinaba los alrededores del castillo en busca de pruebas. Mientras, el forense examinaba el cadáver, tenía dos orificios de bala. Habían descartado el robo, pues el tipo que yacía muerto, tenía todo el aspecto de ser un vagabundo, además la víctima olía a alcohol. Continuó inspeccionando el cadáver con la mirada, entonces vio algo extraño para ser un vagabundo. Decididamente, el móvil del crimen no podía ser el robo, pues llevaba un gran anillo en el dedo. Se agachó y miró con detenimiento, vio en el anillo la imagen de un pescador, San Pedro, echando la red. Era el anillo de un Papa, el llamado Anillo del Pescador.

No podía tratarse del Pontífice, no tenía ningún rasgo en común con el Papa; además, éste se encontraba en el Vaticano y, supuestamente, el anillo Papal estaba en su posesión. Si el anillo hubiera sido robado todo el planeta se hubiera enterado de la noticia. Así que, seguramente, se trataría de una magnifica imitación.

El anillo perdido del Papa LunaWhere stories live. Discover now