Los labios me temblaban mientras la vi marcharse. ¿Con qué derecho me prohibía ver a mi propio padre? Él era lo único que me quedaba: aunque estuviese enfermo, al menos sabía que había alguien en el mundo que me amaba, y eso verdaderamente me reconfortaba.

Muy a mi pesar arrastré mis pies hasta llegar al gran comedor, donde Elvira servía vino recién decantado. El descaro con que sonreía a Victoriano me hacía odiarla: no cabía dudas que la atrevida era amante de mi hermano, y ninguno de los dos hacía menor esfuerzo por disimularlo. Ay, pobre de Azucena, sentada junto a su marido siempre asustada, esperando una orden para ejecutarla sin vacilar. ¿Qué podía ver Victoriano en la ordinaria de Elvira que no podía encontrar en su joven esposa, una niña verdaderamente preciosa tanto en físico como en maneras?

Victoriano se levantó solemnemente cuando llegué a la mesa, (a regañadientes) como era la costumbre de los caballeros, luego, ambos nos sentamos a la vez. Estaba situada en la parte izquierda de la mesa, sola, con las sillas de mis lados vacías, porque el resto de la familia, por orden expresa de mi madrastra, se sentaba en la parte derecha (excepto ella que tenía la poltrona principal).

-Parece que don Cristóbal no estaba destinado para cenar con nosotros -murmuró Marieta mientras se retiraba los guantes, erguida, con la espalda recta sobre la silla.

-Esos nuevos sacerdotes de ahora ya no tienen temor de Dios, ¡mira que defender a un vil demonio, hijo de una hierbera! -se escandalizó tía Migdonia, ofendida, con las cejas alzadas y un gesto que indicaba descontento a las acciones del capellán.

-Era un bebé de tres años, tía Migdonia, no un demonio -dije con voz modulada, sintiendo que el corsé me apretaba más que de costumbre-: aquí el único demonio pecoso es Marieta y nadie la ha apedreado.

-¡Anabella! -exclamó Victoriano, que se ajustaba el lazo que ataba su largo cabello negro-. ¡Como vuelvas a agredir a Marieta...!

-Déjala, hijo -murmuró tía Migdonia mirándome con desprecio, antes de sorberle al vino-. Tu hermana es la imprudencia andante. Lo que pasa es que tiene envidia de mi buena Marietita, que sabe ser ejemplo de dama en los lugares y momentos apropiados. ¡Ay, pobre de tu santa madre, Victoriano, el calvario que debe de ser su vida lidiando con esta monstruito! ¡Pero esa es la cruz que le tocó! Bendecida yo, que me ha tocado una joya por hija, que sabe elegir a sus amistades y quien ha recibido los pañuelos de los caballeros más distinguidos de la región, siendo el Marqués de Villavicencio el que se ganó su corazón, y quien todas las tardes tiene a bien visitarla en el jardín. Además, mi Marieta es mucho más bonita que tu hermana, mi buen Victoriano, por eso la odia con todas sus fuerzas.

-¡Yo no la odio! -me defendí, mirando a Marieta de reojo, quien ocultaba su sonrisa burlona detrás de su copa de vino.

-Pues tu actitud señala lo contrario -refunfuñó mi tía, mordisqueando un trozo de pan-. Me pregunto cuánto te durará el gustito de ser cortejada por don Luis César: aún no me explico qué pudo ver en ti si tus maneras son dignas de una vulgar mestiza. ¡Pobre hombre, él tan guapo, tan refinado e ilusionado por una inmadura!

-Pues cuidado, tía -le dije jugueteando con mi copa-, que usted de tanta madurez ya hasta se está pudriendo.

-¡Por Dios, Anabella! -volvió a gritar Victoriano-. Y tú, Azucena, ¿por qué has ensuciado la mesa con el vino?

-¡Ha sido Elvira la que echó a propósito el vino sobre la mesa! -anuncié mirando a la interpelada con rencor. Elvira esbozó una sonrisa corrosiva-. ¡No acuses a tu esposa si ella apenas si se ha movido!

-¡Perdón, mi señor! -balbuceó Azucena asustada limpiando la mesa con el borde de sus mangas.

-¿Perdón?-peguntó Victoriano jalándola de la trenza tras ignorar mis palabras de defensa-. ¡A parte de torpe eres inútil! ¿Ni una maldita copa puedes sostener?

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora