Un lado de ti tira en una dirección y el otro lado arremete en la dirección contraria y tú solo puedes quedarte y esperar a romperte. Porque no sabes qué hacer. La tentación de olvidarte de todo y abandonarte a tus sentimientos es muy fuerte, pero al mismo tiempo sabes que es algo temporal y que en seguida te arrepentirías de haberte quedado en Polis.

Dejas de dar vueltas de forma abrupta, casi como si la solución tuviera forma física y hubieras chocado con ella. Te arrepentirías de quedarte en Polis. Has tardado en darte cuenta, pero ahora ya lo ves claramente. Los remordimientos te comerían por dentro porque, quieras o no, por mucho que ya hayas sacrificado por tu gente, estás dispuesta a seguir dándole más partes de ti al diablo si eso significa que van a estar a salvo. Y quedarte del lado terrícola del bloqueo no va a ayudar a tus amigos.

En vez de sentirte aliviada, te sientes pesarosa. Ya tienes tu respuesta, tu resolución del conflicto, pero parece que no es la que querías. Es como cuando no puedes elegir entre dos cosas y te dicen que lances una moneda, porque en esa fracción de segundo en la que está girando en el aire, sabes de qué lado te gustaría que cayese. Tú habías apostado por la cruz, y te ha salido la cara.

Con un suspiro, te resignas a tu destino. Mientras tu cabeza se hincha de orgullo por haber salido vencedora, encadenas a tu corazón en una jaula para asegurarte de ser capaz de llevar a cabo lo que tienes – debes ­– hacer. Al fin y al cabo, ¿no había sido Lexa la que te había enseñado que la cabeza siempre debe triunfar sobre el corazón?

Sientes tu confianza reforzarse con la seguridad que este pensamiento te aporta y sales de tus habitaciones sin dedicarle más que una mirada de reojo a los guardias que custodian permanentemente las puertas, supuestamente para protegerte, aunque a veces te da la impresión de que están ahí para asegurarse de que no huyas ni conspires contra su Heda. Recorres el pasillo con paso rápido, temerosa de tardar mucho y perder esa repentina determinación que se ha apoderado de tu cuerpo y hace que la sangre ruja en tus oídos.

No te permites ni una fracción de segundo de duda cuando llegas ante las puertas acristaladas de la habitación de Lexa. Posas una mano en el picaporte y lo empujas hacia abajo sin esperar a que la morena te permita pasar. Sabes que, de tener que esperar a su permiso, puedes replantearte la situación y cambiar de opinión. Tienes que actuar ya.

Tu mirada recorre con ligera desesperación la habitación en busca de la regia figura de la Comandante, pero no la encuentras por ningún lado. Entras más en la estancia, a la espera de que Lexa salga a defenderse del intruso. Casi empiezas a plantearte si estará en alguna reunión secreta de la que no te han hecho partícipe, cuando escuchas pasos ligeros acercarse desde detrás de la pared que – supones – separa la habitación principal del baño.

Lexa aparece con sus rizos castaños a un lado del cuello, las manos todavía entrelazadas en los mechones que ha estado liberando de las intricadas trenzas que los sujetan durante el día. En cuanto te ve parada en medio de la sala, ella también se queda congelada en el sitio, sus manos resbalan hasta reposar a ambos lados de su cuerpo.

Es como si ya supiera lo que vas a decirle.

La atmósfera cambia y se vuelve pesada. Tú te desinflas, y ya no te sientes tan segura de haber hecho la elección correcta.

- ¿Cuándo te vas? – pregunta Lexa, confirmando tus pensamientos. Con solo una mirada, lo ha sabido. Solo una mirada.

Al fin y al cabo, solo hay un motivo para que hayas ido a verla, y ambas sois conscientes de ello. No hace falta poner tu decisión en voz alta.

Se acerca un poco más, recortando centímetro a centímetro la distancia que os separa, tanto física como emocionalmente. Cada vez tu mente se va nublando más y ya no sabes con seguridad nada, ni siquiera quién eres. Los ojos verdes de la Comandante te hablan y te piden que, por favor, reconsideres lo que vas a hacer, pero esa súplica está velada por un sentimiento de resignación que cada vez abarca más espacio.

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