1

6 1 0
                                    


Decir esto es difícil para mí. Sé que no me van a creer. Pero hice la promesa de que vendría acá a decirlo.

La primera vez que lo vi tenía la boca llena de sangre y los ojos de la señora Gutierrez en sus garras. En aquel momento recuerdo que se quedó mirándome como un perrito que sabe que ha hecho algo malo. No tenía idea de qué era. Me abstuve de gritar, de correr, de respirar. No por miedo, porque debo decir que Wagner nunca me dio miedo. En un principio creí que era por sorpresa, por asombro. Años después entendería que era por cariño. Frente a mí se encontraba un ser humanoide, pequeño, del tamaño de un niño de diez años, con la piel grisácea y escasos pelos blancos a lo largo de su espalda, con las garras de un ave de presa. Tenía el cuerpo huesudo y los dientes finos tan numerosos como los de una piraña, y tan largos que ocupaban la mitad de su cabeza. Fueron solo dos segundos que permaneció como una gárgola sobre el cuerpo de la pobre anciana. Dos segundos que nunca olvidaré.

Parpadeó dos veces y lentamente se metió los ojos ensangrentados a la boca. Los engulló sin masticarlos.

Dios, cómo cambió mi vida.

Cuando recuperé el sentido el pasadizo del edificio estaba limpio. No había cuerpo, no había cosa, no había sangre. Llegué a pensar que lo había imaginado todo.

Este no es un relato. Esta es mi confesión. Mi nombre es Eduardo Amaro. Tengo 33 años de edad. Vivo en Lima. Mi signo es cáncer. Jamás he cometido un crimen, pero he encubierto los crímenes de al menos treinta personas (que yo sepa) ocurridos desde aquella tarde de agosto del 2013 hasta la fecha. Llevo publicados siete libros que jamás he escrito y mi vida era un desastre hasta aquel día.

Esta es la historia de cómo vendí mi alma y de cómo llegué hasta aquí.

Páginas RojasWhere stories live. Discover now