La canasta

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La rutina no cambiaba mucho entre un día y otro.

Miguel Ángel solía despertar temprano en la mañana, ponía los dos pies en el piso de cemento y se abría camino para asearse; luego se ponía uno de sus dos pantalones jeans, una de sus cuatro camisas de hilo, sino una camiseta de algodón de las ocho que guardaba en el cajón, y uno de sus tres pares de zapatos deportivos negros. La gorra azul y el chaleco reflectivo naranja los dejaba al final para ponérselos antes de salir de casa.

Cruzaba el pasillo entre paredes de ladrillos sin enlucir y a su lado, una pequeña compañía lo seguía hasta la cocina. Buscaba su taza de café con azúcar y calentaba agua en una ollita vieja.

Una vez sentado en la silla de plástico de su comedor del mismo material, a su lado, el pequeño en otra silla se trepaba como podía a esperar su parte del desayuno.

De pelo negro corto y ojos tristones, no decía nada, era muy temprano para hacer bulla, además ya sabía que en unos instantes su papá le daría pan y queso, a veces con una tortilla de huevo.

Miguel Ángel compartía todo con el pequeño, que era aparte de su hijo, su mejor amigo.

«Si compartes te llenas más», solía aconsejar a su compañerito.

Comía en silencio, luego papá le daba agua hervida —que hacía en la noche— porque no era de su agrado el café.

Cruzaban la sala que consistía en dos sillitas de madera, se colocaba el chaleco, la gorra y tomaba la canasta de mimbre que descansaba cada noche cerca de la puerta, y se iban tras dejar trancado el cerco de caña para protegerse de los ladrones.

Menos mal la calle estaba adoquinada, no como hacía tres años que aún era solo tierra, y durante los inviernos lluviosos era un dolor de cabeza transitar por ahí.

Tres cuadras después estaba la vía principal. No esperaban transporte alguno, Miguel Ángel prefería caminar con el pequeño porque uno: el transporte diario era un gasto doloroso para su corta economía; dos: no estaba tan lejos el lugar de trabajo.

En medio del tráfico diario de personas y carros, iban a paso corto y tranquilo por las cinco cuadras que debían pasar. Pensaba el hombre cuánto había crecido la ciudad, contaba cuarenta y cinco años ya, y definitivamente no era el pueblo chiquito que recordaba cuando era un niño.

Al pie de una empresa pública llegaban y se iban carros a cada rato. Miguel Ángel se encargaba de cuidarlos. El municipio de Manta* lo había designado como guardia de aquella zona.

El pequeño se sentaba en la vereda, a las afueras del asadero de pollos que se encontraba cerca, como tantos otros negocios que aprovechaban el tránsito de personas que generaba aquella empresa. Papá le dejaba la canasta de mimbre con arco a sus pies para ir depositando las propinas que los dueños de autos le daban cada vez que se marchaban. Sin embargo, un día de fuerte viento, y cansado de enderezar la canasta que se viraba a cada rato, el pequeño la dejó guindando en su boca. Miguel Ángel sonrió ante la gracia.

A veces, las personas un poco confundidas depositaban una que otra moneda, pensando que el pequeño pedía caridad en silencio. Miguel Ángel al darse cuenta intentó devolverlas durante las primeras ocasiones, pero al fallar en el intento y ver el dinero en su mano, pensando en las necesidades crecientes del hogar, decidió quedárselas.

«Cuando depositen las monedas, da la mano como acción de gracias o levántate. No sabemos si muchas de estas monedas son lo único que tienen, es lo menos que podemos hacer. Mira, así», le dio la mano y el pequeño ofreció la suya para estrecharla. «Y así», con un gesto de las manos lo impulsó a levantarse y este así lo hizo.

La canasta | Relato cortoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora