3. LA MUJER DE LA CARROZA NEGRA

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—¡Por eso nadie te quiere, por chismosa! —me gritó, tirándome su abanico en la cara.

—¿No te has mordido la lengua, Marieta? —disentí—. Aquí la única chismosa, además de tu mamita, eres tú.

—No es que sea chismosa —se defendió acariciándose las cejas—, lo que pasa es que me gusta repasar de boca en boca los acontecimientos más importantes de la ciudad.

—¿Y el nuevo capellán te parece un acontecimiento importante?

—En una ciudad donde nunca ocurre nada, siempre es trascendente la llegada de un hombre apuesto. Además, para que lo sepas, he cambiado mucho de actitud últimamente: ya no soy chismosa, y por si fuese poco, ahora visto mucha más menesterosa, dejando de lado la opulencia que tanto critica el padre Bernardino en sus sermones.

—Las víboras también cambian de piel, pero su veneno sigue siendo el mismo.

Marieta infló los ojos cual sapo apedreado y resopló, para soltarme con furia:

—¡Vulgar!¡Arpía y desdeñosa!

—Si eso era todo lo que querías decirme, puedes marcharte de mi habitación.

—Pues no vine solo a eso, querida primita, sino a decirte que he visto con cuánta deferencia tratas a la criada llamada Guadalupe, aún cuando conoces la opinión que tiene tía Catalina en lo que concierne al trato que debemos que tener con los criados: sé que le has enseñado a leer en secreto, y te juro que ahora mismo se lo contaré a tu madre para que te reprenda, y de paso eche a esa india a patadas de nuestra casa.

—¡Como te atrevas a ir de chismosa, te juro que le pediré a mi amiga la bruja blanca que convierta a tu prometido en sapo verrugoso!

—¡Calla, bruta, que si un inquisidor te oyera hablar de brujas ahora estarías en la hoguera por hereje! —gritó, su cara roja como un jitomate maduro—. Además, esas cosas no existen.

—¿Qué no? ¿Recuerdas cuando mi amiga la bruja blanca trató de convertirte en guajolote?

Ese episodio de nuestra infancia era uno de los que más placer me causaba recordar: como venganza de que madre me hubiese azotado por argucias de mi prima Marieta, le había hecho creer a ésta última que yo tenía una amiga en forma de tecolote que se hacía llamar "la bruja blanca", y que me iba a conceder el deseo de convertirla en guajolote por mentirosa. Para que mi amenaza fuese mucho más convincente, esa misma noche, mientras Marieta dormía, puse alrededor de ella las plumas del guajolote de la cena que Lupita (mi amiga desde entonces) me había hecho favor de robar de la basura. Ha de imaginarse lo que pasó cuando la muy tonta de mi prima despertó y vio las plumas en su cama.

Marieta, que era temerosa de Dios y las cosas inciertas, no hizo sino torcerme un gesto y largarse de allí con grandes zancadas. A veces su ingenuidad me seguía dando ciertos beneficios sobre ella, como el asustarla por medio de mentirillas piadosas: aunque no todo era mentira, lo cierto es que desde niña, ese tecolote gigante de color blanco que le había referido a Marieta, se había posado cada luna llena sobre mi ventana. Aunque lejos estaba de ser precisamente una bruja blanca...

¿O no?

—¡Ay, Catalina! —dijo tía Migdonia durante la merienda. Me hallaba sentada en la mecedora junto a la ventana, a dos metros de ellas, en mi labor de tejido, una de las tareas que lady Charlotte, mi instructora, me había dejado para nuestra próxima reunión—, parece que un ángel se ha caído de una nube hoy: ¿creerás que el nuevo capellán tiene la belleza y el cuerpo de sansón? Sus labios parecen fresas frescas recién cortadas, su pelo el fulgor de girasoles dorados bañados por el haz del sol, su cuerpo tiene el porte y grosor que un imponente roble, y sus ojos la gracia de un par de lozanos tulipanes azules.

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora