VIII

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Me fui a casa de mis padres. Sabía que, a pesar de todo lo que yo había cambiado, ellos no me rechazarían, y mucho menos me harían regresar contigo. Querían hacerte tanto daño como el que me habías hecho, pero ya nada cambiaría lo que había pasado.

Aunque es difícil, temo que debo reconocer que caí en una depresión de la que pensé que jamás saldría. La tristeza me invadía, Abel. Lo que había sucedido no era sólo el final de una relación fallida, era la constatación de que tú, la persona que yo más amaba, me había defraudado... aunque ese término —estoy segura— es un eufemismo. El tormento por el que me hiciste pasar no tiene nombre. Sentía que yo había pasado de ser una llama a fuego viva, a estar reducida a cenizas. Tú me redujiste a cenizas.

Dejé de comer, de dormir, e incluso de hablar, Abel. Ya no tenía amigos. Tú me habías alejado de todos ellos, y no me quedaba ninguno. Aunque debo reconocer que yo también tuve la culpa: jamás debí permitirlo. Pero ya era tarde. No había nada que pudiera hacer para cambiarlo.

Y como si tener que vivir con ese dolor clavado en el pecho, no fuera suficiente, tú no parabas de intentar entrar nuevamente en mi vida. Llamabas sin parar, e insultabas a mi madre una y otra y otra vez. Estabas haciendo de la vida de mi familia un martirio, como habías hecho conmigo, y aquello me destrozaba. Me destrozaba verte convertido en un monstruo, Abel. Me destrozaba ver lo mucho que me había equivocado al elegirte. Me destrozaba saberte tan vil, tan ruin. Me destrozaba cada memoria que compartí contigo. Me destrozaba verme así, desvalida, como si me faltara una pieza de mi ser. Me destrozaba el recuerdo de tus "te amo", ¿alguna vez lo sentiste? ¿O siempre fue posesión? Hoy no estoy segura.

Finalmente, una noche lograste estar cerca de mí. Supongo que los detalles sobran, ¿no? Creo que lo recuerdas muy bien, aunque no tanto como yo. Una noche, cuando mis padres salieron, entraste a mi habitación. Te veías realmente mal, Abel. Parecías un demente. Me gritaste, y decías una y otra vez que yo te había orillado a aquello, que yo es la culpable de todas y cada una de tus desgracias, que era mi culpa el hecho de que hubieras tenido que pegarme.

¿Te escuchabas siquiera, Abel? ¿Eras consiente de que me culpabas a mí por todo el sufrimiento que tú, y solo tú, me habías causado? No dejabas de sorprenderme.

De un momento a otro te pusiste histérico. Empezaste que gritar, y a reclamarme por haber dejado la casa. Aseguraste que te engañaba, Abel, que yo te engañaba. Y dijiste que yo era tuya, y de nadie más. Ese día comprendí lo peligrosa que siempre fue la frase que me llevaba al cielo y me regresaba a la tierra en sólo tres segundos.

Intentaste abusar de mí, Abel.

Tuve tanto miedo como pocas veces lo había sentido. Realmente estabas dispuesto a hacerlo. Habías entrado a mi habitación —al lugar que siempre fue mi refugio— e intentaste violarme. Tus labios sobre mi cuerpo, con tantas ansias en ese momento, ya no se sentían igual. Ya no quería ni deseaba el roce de tu cuerpo sobre el mío, Abel. Todo eso que antes me parecía dichoso, en esos momentos no me producía algo que no fuera asco. Y aunque grité, pataleé, e intenté que te alejaras, no lo hiciste. Estabas cegado por el coraje, y sentí que la poca fuerza que me quedaba, se escapaba de mí.

Cada día de mi vida estaré agradecida con la persona que escuchó mis gritos y decidió llamar a la policía. No sé qué habría sido de mí. Probablemente no lo habría soportado. No habría aguantado un dolor así.

De ti ya no quedaba nada, Abel. Eras un monstruo con el que viví por años. Para mi desde ese día no eres más que basura.

Camila.

Cada esquirla ©Where stories live. Discover now