Capítulo 2

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David salió del edificio sonriendo divertido. La situación que acababa de vivir tenía una puntuación de nueve en su «rarómetro» —y la escala era del uno al diez—. Se colocó el casco negro, se montó en «La Marilyn» y partió a una velocidad prudente a la estación de servicio que estaba, según sus cálculos, a unos cinco minutos.

Recordó a la joven que estaba llorando al interior del departamento, se veía tan vulnerable y a la vez tan fiera, una extraña combinación. La cólera que ella escupía por sus ojos era escalofriante. «¿Qué le habrá pasado?», se preguntó, «probablemente fue un hombre, a lo mejor es de esas minas que se creen princesas. Quizás qué clase de loca es», especuló para desechar la sensación que tenía cuando se quedó pegado viéndola como lloraba.

Las calles en ese sector residencial estaban vacías, y el olor a tierra mojada por la lluvia del día anterior rezumaba en todas partes. Era un barrio viejo, así que a pesar de ser viernes todo estaba en silencio, que cada cierto rato era interrumpido por los ladridos de los perros callejeros.

Al llegar a una intersección, el semáforo justo cambió a rojo y David se detuvo al lado de un automóvil que le llamó bastante la atención porque era un modelo de lujo y saltaban a la vista las líneas deportivas y elegantes. Las ventanillas estaban cerradas, pero perfectamente pudo ver en su interior que el conductor lo estaba pasando de las mil maravillas esperando la luz verde. En su regazo tenía a una rubia haciéndole, al parecer, la mejor felación del planeta.

David se quedó ensimismado con la escena, no podía despegar los ojos en aquella dorada cabellera que era acariciada, y que bajaba y subía a un ritmo enloquecedor. De reojo vio que la luz había cambiado a verde, pero ni él, ni el tipo del auto siguieron con su camino. No había nadie más que ellos en ese instante, la calle estaba fría, húmeda y desierta.

Todo era tan decadente, una mujer entregando sexo oral a su hombre dentro de la privacidad del auto, y un anónimo voyerista absorbiendo el placer que ellos transmitían.

El rostro del tipo se contrajo en éxtasis y embestía frenéticamente la boca de la mujer hasta quedar tenso e inmóvil. David lo sabía, era evidente que el show había terminado. Lo que no sabía era que en ese preciso momento su vida iba a cambiar para siempre. Aquella mujer rubia al acabar su lúbrico trabajo y levantar su cabeza le reveló un rostro muy familiar.

Ingrid.

Con una sonrisa felina y satisfecha, limpiándose la comisura de sus labios con el dorso de su mano...

Ingrid.

La que siempre se lo negaba porque le daba asco.

Ingrid...

La misma que hace un rato le había dicho que también lo amaba.

Ingrid... Al parecer, todo era una gran mentira.

A David se le detuvo el corazón por un segundo y un escalofrío le recorrió toda la columna vertebral. No podía creer lo que estaba presenciando, ¡era imposible! Ella no... Se aferró al manillar con fuerza y sentía cómo los músculos de sus brazos se desgarraban por la tensión, ese era su último y estéril intento para convencerse de que todo era una pesadilla.

Pero no lo era, la pesadilla era la cruel realidad.

En el centro de su pecho, el frío se coló intruso, derrumbando de golpe todo lo que él creía que era cierto y seguro. David se sintió terriblemente vacío, pero rápidamente ese vacío fue llenado por la furia que no era capaz de controlar. Ellos, inmersos en la felicidad post orgásmica, ignoraban por completo que él había presenciado todo el espectáculo carnal. La respiración de David estaba repleta de ira y hacía que sus fosas nasales se dilataran, y que su pecho se hinchara de sentimientos que bordeaban la locura. Desesperado, se quitó el casco, necesitaba aire, ¡quería respirar!, ¡qué horrendo era todo!, él la amaba, ¡la amaba con el alma, por la mierda!

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