Encendió el motor, el potente rugido lo envolvió y emprendió su carrera contra el reloj, debía llegar a su destino en diez minutos. Zigzagueaba a toda velocidad, cruzando los semáforos casi en rojo, corría veloz entre los automóviles, microbuses y una que otra bicicleta, dejando tras de sí una estela de bocinazos e improperios de parte de los choferes.

No tenía alternativa, si no era osado, pagaba la multa por entregar tarde el pedido. «Si llega un minuto tarde, la pizza es gratis», versaba el slogan de publicidad.

—Maldita sea la gente de marketing, se nota que en su puta vida han hecho una pizza y mucho menos la han entregado en menos de veinticinco minutos... Idiotas. —Ese era su eterno rosario cada vez que lo mandaban a repartir al filo de la hora límite, y desde que bajaron el tiempo de entrega, era peor la cosa.

Le quedaban solo cinco minutos cuando llegó al edificio donde debía hacer la entrega. Según su experiencia, si el departamento no estaba más allá del quinto piso, subía la escalera porque el ascensor era un soberano desperdicio de preciosos minutos.

—Buenas noches, vengo a hacer una entrega al departamento 505 —anunció David al conserje del edificio.

—Deme un segundito, joven. —El conserje, tomó un auricular y tecleó el número del departamento a una vertiginosa velocidad digna de un caracol con muletas—. Aló, hay un joven que viene a entregar... —Puso la mano sobre el auricular—. ¿Qué es lo que trae? —susurró.

David no podía creerlo, ¿el viejo pensaba que tenía toda la noche, acaso? Inspiró profundo para no perder el control y no ahorcar al pobre tipo.

—Pizzas, vengo a entregar pizzas. —Y apuntó las evidentes cajas cuadradas de donde salía el olor de esas exquisitas masas con queso mozzarella y llenas de colesterol.

—Viene a dejar unas pizzas... ok. —El conserje miró a David y cortó—. Suba, joven. Quinto piso.

—¡Gracias!...

David corrió por las escaleras, subiendo los peldaños de dos en dos con su preciada y aromática carga, y solo le quedaban tres minutos. El corazón empezó a bombear con más rapidez, y ya a la altura del cuarto piso, el cuerpo le estaba empezando a pasar la cuenta y se encontraba resoplando, pero aún tenía fuerzas... Solo un poco más.

*****

¡Ding dong!

—Al fin llegó la pizza. Yo voy a abrir la puerta, tú pareces puta deprimida con todo el rímel corrido y vas a espantar al pobre repartidor —dijo Marcelo a su amiga que ya tenía hipo de tanto llorar y lo fulminaba con los rayos láser imaginarios que salían por sus ojos—... No me mires con esa cara, es la verdad, pareces mapache.

Marcelo abrió la puerta y se encontró con un joven repartidor muy atractivo y jadeante, y por su homosexual cerebro se le atravesó inmediatamente una perturbadora escena lasciva. Sonrió y el chico de las pizzas solo esbozó una tímida y tensa sonrisa.

«¡Qué mala onda! Es hétero hasta las re patas», maldijo Marcelo mentalmente. Cualquiera que lo viera nunca pensaría que Marcelo Riquelme es gay hasta la médula, de hecho, ni siquiera habla como suelen caricaturizar a los de su preferencia. Es un hombre común y corriente... que le gustan los hombres comunes y corrientes.

—Buenas noches, traigo el pedido de... —Leyó la comanda—. Ainelen Lemunao.

—Acá es —contestó Marcelo, con un tono de voz neutral.

—Son dos pizzas, una hawaiana y la otra es doble queso pepperoni.

—¿Y el helado? —interrogó con preocupación al notar que el repartidor solo mencionaba las cajas de pizza.

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