1. INFORTUNADO DESENCUENTRO

Comenzar desde el principio
                                    

Aún me cuesta recordar sin inmutarme el día que hizo abortar a palos a una de las doncellas más jóvenes del servicio por haber quedado embarazada sin un hombre que la respaldara. Además de sus atrocidades, su "supuesta devoción religiosa" era una simple fachada. Madre era una mujer de doble moral, hipócrita, frívola y manipuladora. Para grandes males, ella sabía ocultar su perversidad con maestría detrás de sus falsas sonrisas.

No era fácil convivir a diario con una mujer así, por eso decidí matarla esa mañana. Bueno, de pensamiento.

—¿Cómo osáis tentar vuestra suerte con semejante comentario, Anabella? ¿Habéis estado leyendo a Molière? Ese autor infame ha sido agregado al Index librorum prohibitorumla: la lista de los libros prohibidos de la iglesia. Da gracias a Dios que os estimo sobre manera, de lo contrario ya os habría tildado como la hija misma de Satanás y ahora estaríais en manos del Santo Oficio. Vamos, vamos, lo mejor que puedes hacer ahora es ir a casa y meditar sobre vuestros pecados.

—¿Cuál será mi penitencia, Señor Cura? —pregunté un tanto resignada.

—No leer más a Molière, insensata: con eso basta y sobra.

—Gracias, padre Bernardino, ahora me siento mucho más liviana.

—Sí, sí, muchacha, ve con Dios.

—Prefiero dejarlo con usted —le dije—. A juzgar por la palidez de su semblante, me temo que le necesita más que yo. Con su permiso, su merced.

Nana Justiniana, que por orden expresa de madre debía de acompañarme a todos los sitios a los que fuera, solía esperarme en la entrada de la parroquia donde se entretenía conversando con su hijo Enrique, que fungía como nuestro cochero, aunque de vez en cuando la había hallado de rodillas frente al santísimo sacramento u algún otro retablo donde estuviese algún santo de su devoción. Esa tarde, sin embargo, cuando me disponía a encontrarme con ella, noté que no me esperaba en la puerta, sino que corría presurosa por la nave central de la iglesia con una expresión de terror, sujetándose sus faldones negros para no tropezar con ellos y con su reboso resbalándose por su espalda.

—¡Niña, venga pronto, el joven Juancito está siendo castigado! —exclamó bañada en lágrimas. Su rostro ceniciento había palidecido.

—¿Juan Ordoñez? —pregunté mortificada, ajustándome la mantilla negra sobre mi cabeza.

—¡El mismo! —contestó mi aya cuando al fin alcanzó los guantes que cubrían mis manos—:lo han atado de los pies a un carruaje que pertenece a la condesa de Lisboa, y ahora lo están arrastrando por toda la plaza mayor de la villa. ¡Un castigo público y cruel! ¡Dios mío, si alguien no detiene al despiadado que conduce el carruaje, Juancito morirá!

—¿Por qué lo castigan? —quise saber, aferrándome con fuerza a mi abanico.

—¡No lo sé, niña, no lo sé!

El buen Juancito Ordoñez era un quinceañero que había trabajado en nuestra casa desde niño, pero madre lo había vendido a la condesa de Lisboa cuando vio en él un peligro para mí: y es que no había nada que la irritase más que cuando yo entablaba amistad con las personas del servicio. Madre era obstinada, y no entendía de razones, por lo que poco valieron mis suplicas para que mi amigo no fuese apartado de casa. Juancito llevaba apenas un mes con los Lisboa y ahora nana me informaba que lo estaban castigando por no sé qué diantres en la plaza que estaba frente a la parroquia.


Me recogí las faldas y corrí templo afuera donde decenas de transeúntes y otros entrometidos se habían congregado para divisar el vituperio público al que Juan estaba siendo sometido por su amo. Sí, no era la condesa quien yaciera en el carruaje, sino un elegante caballero que miraba por la ventanilla en tanto un asustadizo cochero dirigía los caballos. Cuán impotencia y horror recae sobre mi alma al recordar escena tan humillante e injusta, y recordar, sobre todo, que ninguno de los espectadores se atrevía si quiera a detener semejante salvajada; la mayoría se contentaban con reír y burlarse de las figuras de sangre que se formaban en el suelo por donde Juan era arrastrado en lugar de socorrerle.

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora