Capítulo 2: Regla número cuatro

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A mis ojos les encantaban el espectáculo que era ella. Era delgada, pero en su silueta se delataba que ya no era una niña. Me paré a su lado y vi su rostro con mayor claridad: de verdad era hermosa. Respiré profundo para iniciar con esa conversación que tenía danzándome en la lengua, pero me distrajo su indiferencia. Me dediqué a observar sus ojos, unos ojos tan perfectos que la luna iluminaba escasamente.

—¿Te quedarás toda la noche sin decir una palabra? —dijo de la nada, ocasionándole una fuerte zarandeada a mi cabeza.

Perdí el control de mis pies y me agarré de uno de los maderos que rodeaban al muelle. Me sentí como un tonto, como un muchachito cualquiera.

—¿Perdón? —mencioné después de unos segundos.

―Lo siento, pero tu silencio me empieza a poner nerviosa ―exclamó sonriendo y sin dejar de ver el lago―. No es normal que una persona se acerque a otra persona y guarde silencio durante tanto tiempo.

—Tienes razón —respondí, quise ver a dónde llevaba eso.

—Cosa extraña —encogió los hombros y siguió salpicándose.

La miré por encima del puñado de palabras que volaba sobre ella, sobre esa capa protectora que la rodeaba. Entre más hablaba de esa forma tan cortona y desinteresada, más ganas tenía de apuntarla en la lista. Esa chica sería mi chica y yo decidiría hasta cuándo dejaría de serlo.

—¿Quién eres tú? —preguntó buscándome los ojos.

Aprecié el instante, saboreé a grandes rasgos la fina y candente premonición de una noche de pasión sobre una cama en algún motel a las afueras del pueblo. La desvestí con la mirada. Pasé mis manos sobre su cuerpo y concebí el éxtasis al que llegaríamos una y otra vez esa noche y las que estaban por venir.

—Soy quien tú quieras que sea —respondí muy seguro.

—Qué patético —dijo frunciendo la nariz.

La miré fijamente sin entender el error en tan perfecta respuesta. No entendía por qué era patético. No podía creerlo. Volvió a darme la espalda y puso los pies en el agua para seguir jugando. Quizás había perdido mi oportunidad, pero no me importó haber fallado el primer intento, cambié el rumbo de la conversación.

—¿Por qué no estás en la fiesta?

—Te podría preguntar lo mismo, pero sinceramente no me importa.

—Bueno, yo tengo una razón para no estar allí —dije sabiendo lo que vendría a continuación.

—Siempre tenemos razones para todo —mencionó volteando de nuevo los papeles—, pero nunca para nosotros mismos.

"¿Qué?", pensé arqueando las cejas. No tenía idea de por qué, pero me sentía ofendido. Era la respuesta más tonta que había escuchado. Respiré antes de atreverme a mencionar algo, sabía que dijera lo que dijera ella trataría de voltear los papeles. No me explicaba su actitud tan agresiva. Entonces lo supe: ella también estaba jugando.

—Te crees muy lista —dije tratando de jugar mejor que ella—. ¿Qué es lo que pretendes? ¿Juegas conmigo?

—Quizá sí, quizá no.

¿Qué significaba eso? ¿Estaba jugando conmigo o simplemente trataba de ahuyentarme con sus respuestas cortas y extrañas? Sin duda alguna, esta chica quería hacerme ver como un idiota. Pero era divertido, suponía un verdadero reto. La saboreé con intensidad y sentí mis manos presionando sus pechos con cada palabra.

―Detecto cierto acento ―Giró el rostro para verme y me observó de arriba abajo―. Te ves demasiado sofisticado y delgado para ser de por aquí.

―Soy de Chicago ―mentí.

Las reglas del destino (EN EDICIÓN)Where stories live. Discover now