FIN

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El receso de la noche siguiente lo hizo sentir como una celebridad. Los trabajadores lo aplaudían por su artículo y querían apoyar la causa. Leonardo estaba sorprendido de lo rápido que había escalado su popularidad y la concientización sobre la comunidad vampírica. Su jefe, sin embargo, lo miraba con malos ojos.

El hombre de la noche anterior, de guantes de cuero negro, apareció en medio del gentío y le palmeó el pecho, mientras lo sacudía por el hombro, con una sonrisa entusiasmada.

—¡Eres un maestro, Capitani! Adoré tu artículo, todos en mi grupo lo hicimos. ¿Cómo conseguiste ese nombre? ¡Tenías razón, era un nocturno! ¡Uno de los hombres más respetados del país!

Leonardo se infló de orgullo y le pidió al hombre que lo acompañara a un lugar más solitario. Se detuvieron en frente de la fábrica, al otro lado de la calle, y el vampiro sonrió complacido consigo mismo.

—Es que los conozco,... ¿cómo dijiste que es tu nombre?

—Rafael. ¿Dices que los conoces? —preguntó maravillado—. El día de mañana, te conocerán como a la leyenda que mereces ser. ¿Tienes más nombres?

—¡Claro! He ido a la junta de clanes —sonrió abiertamente, feliz de no tener que ocultar sus colmillos—, puedo darte todos los nombres que quieras.

—¿¡Fuiste a una junta de clanes y saliste vivo!? —el hombre no parecía poder contener la emoción y Leo jamás se había sentido tan importante en su vida—. Mataría por saberlo todo —soltó, entusiasmado Rafael.

—Por favor, Rafael, no hace falta —rió, petulante—. Pueden venir tú y tus amigos a comer a mi choza y les contaré todo, cómo son, quién es el más importante y quién la vergüenza de la comunidad, ¿te parece?

La sonrisa incrédula del aludido sólo lograba que Leo se sintiera mejor y mejor. Coordinó con él que la noche siguiente, en que no trabajaba, el grupo de Rafael iría a verlo y ayudaría con la causa.

Cuando volvió a su casa, después de la jornada laboral, sintió lo que hacía rato no experimentaba, desde la pequeña fracción de humanidad que su madre le había dejado: cansancio. Eso de defender a los nocturnos lo estaba agotando, pero se sentía tan bien hacer las cosas de forma y en el orden correcto, que no se podía quejar.

El sol se ocultó en lo que a él le pareció un minuto y se estiró, dispuesto a levantarse. Llamó a sus retoños y les pidió que armaran una mesa larga, en el jardín, para las nueve personas que lo visitarían. A Lorenzo lo llamó aparte, le limpió con cariño la saliva que le comenzaba a chorrean por el mentón, y le pidió algo especial.

—Pequeño Lorenzo, necesito que vayas y pintes, sé el pintor desnudo de Milán. Pintanos a los vampiros como realmente somos, ¿de acuerdo? —los ojos de Lorenzo se iluminaron y hasta buen padre se sintió Leo.

Su familiar pródigo se alejó con una vieja carretilla con baldes de pintura y su rostro pintado de negro, mientras que los demás hacían la cena y decoraban el jardín. Cuando todo estuvo preparado, Leonardo admiró la puesta en el patio. Una mesa perfecta, con sillas cómodas, un mantel blanco, platos a juego y adornos florales. Se acercó y extendió la mano a una de las rosas rojas. De inmediato Renato, su más reciente familiar, gruñó en advertencia. Leo alejó la mano, velozmente y fingió que nunca había pretendido tocar el centro de mesa.

Al cabo de una hora, la carne olía muy bien, aunque él no fuera a comer. Sus familiares habían tenido la genial idea de servirle una "sopa fría de tomates", porque nadie la tomaría de todas maneras. Los comensales llegaron a horario y se acomodaron en la mesa. Uno había llevado vino y otro un postre hecho por la esposa.

Leonardo jamás había pasado tan buen rato. Sus críos estaban encerrados en la casucha, Lorenzo estaba pintando y él cenaba su sopa en compañía de unos buenos señores que apreciaban la existencia de los nocturnos y querían saber con desesperación todo acerca de ellos.

Cuando se levantaron para partir, lo abrazaron con cariño y lo bañaron en palabras amables y de agradecimiento. Esa madrugada, se fue a dormir feliz, era la primera vez que tenía algo así como amigos fuera de la comunidad.

Poco antes de que el sol se escondiera por completo, la puerta de su choza cayó de lleno sobre el suelo, frente a un Tomasso fuera de sí.

—Señor, la señora Elisa lo llama, es urgente —sin mayores explicaciones, se fue, dejando entrar una fría y suave resolana que le hacía picar la piel y los ojos, pero no pasaba más allá de una molestia.

Se vistió raudo y corrió hacia la gran casa. Elisa se encontraba caminando de un lado al otro del vestíbulo, visiblemente perturbada e inquieta.

—Madre, ¿qué sucede? —preguntó con cautela.

—Los mataron a todos, Leonardo, mira el informe de Tomasso —bramó, arrojándole un periódico editado cual imprenta, muy formal y prolijo. Leo frunció la nariz, al pensar en los dibujos desordenados de Lorenzo.

Sacudió la cabeza y comenzó a leer lo que le había dado. Era cierto, todas las cabezas de los clanes y sus familias completas habían sido asesinadas cruelmente. Eran ceniza.

—Somos los únicos vampiros de Italia, al menos los únicos importantes. Esto puede ser muy bueno o muy malo, Leo —dijo, para taconear hasta él y tomarle la cara con ambas manos—. Tendré que repoblar Italia y asumir el lugar de Lady Vampiresa, antes de que me vengan a buscar a mí.

—¡No lo entiendo! —exclamó él—. Con todo lo que estoy haciendo por nosotros, ¿por qué nada funciona?

—Cállate, ve a buscar a tus criaturas, las vamos a necesitar incluso a ellas —ordenó Elisa, corriendo su perfecto cabello abundante.

Lorenzo, pensó Leo, era el único más o menos útil, y lo había mandado a repintar Milán. Salió en su búsqueda y, en el camino, se cruzó con uno de sus murales. En él, se veía el perfecto cuerpo de Leonardo completamente desnudo y su bello rostro pintado de negro. Comenzó a correr aún más rápido, esta vez con un instinto asesino como motor. Lo vislumbró, pintándose a sí mismo en la silla de Lord de Italia y aumentó su velocidad como nunca. Si bien era mucho más veloz que Lorenzo, no fue más rápido que la estaca que voló por los aires desde un tejado y atravesó el pecho de su criatura, convirtiéndolo en ceniza.

Leo se debatió entre angustiarse o no por su pérdida. Resolvió chasquear la lengua y volver caminando a casa.

—Bah, estúpido Lorenzo y su estúpido talento e intelecto —murmuró, mientras se alejaba.

Oyó, desde lejos, barullo desde la mansión de Elisa y volvió a trotar, esta vez hacia ella. Sus amigos de la cena estaban allí, con armas y crucifijos. Tomasso era ceniza y su madre estaba lentamente agrietándose en camino a serlo también, con una estaca en el pecho.

—Gracias a ti, Leonardo, ya no hay vampiros en Italia —le palmeó la espalda Rafael—. Eres un valiente, compañero.

—Leonardo —llamó con dificultad, Elisa, antes de caer arrodillada al suelo.

Leo se acercó, sin comprender qué había sucedido, en qué había fallado. Su bella madre yacía en el suelo de mármol, mientras su rostro de piel pálida se volvía gris lentamente.

—¿Madre? —susurró, angustiado y en baja voz.

Con sus últimas fuerzas, Elisa levantó el brazo y le dio vuelta la cara de una bofetada.

—Idiota —pronunció, antes de volverse polvo.

—Ha muerto... —reflexionó en un murmullo, poniéndose de pie—. Es decir que... ¿soy el único de Italia? ¿Soy el Lord de Italia? —dirigió una mirada de ojos abiertos como platos al cadáver de su madre—. ¡En tu cara, perra!

***

La gran mesa de medialuna volvía a estar llena. En medio, sentado en la gran silla de oro y terciopelo, Leonardo miraba a su derecha, en donde un Rafael nocturno trataba de morder la taza en la que ya no quedaba nada de fluido. A su derecha, Enzo lamía su propio antebrazo. Los demás no estaban mucho mejor, al menos ahora, se dijo Leo, podían hablar coherentemente.

Observando sus grandes y diversos logros, sonrió satisfecho el jefe sindical, líder del escuadrón de caza paranormal y Lord de los nocturnos de Italia.

Lord VampiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora