La Cenicienta, Charles Perrault (1628 - 1703)

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Cenicienta lloraba tan fuerte que no pudo terminar. El hada le preguntó:

-Te gustaría mucho ir al baile, ¿verdad?

-¡Ay, sí! -dijo Cenicienta suspirando.

-Bueno, si te portas bien -dijo su Madrina-, yo haré que vayas.

La llevó a su habitación y le dijo:

-Ve al jardín y tráeme una calabaza.

Cenicienta fue enseguida a coger la más hermosa que pudo encontrar, y se la llevó a su Madrina, no pudiendo adivinar cómo esa calabaza podría hacerla ir al baile.

Su madrina la vació dejando sólo la corteza, la tocó con su varita mágica y la calabaza se transformó en el acto en una hermosa carroza dorada.

Después miró en la ratonera, donde encontró seis ratones vivos aún, y le dijo a Cenicienta que levantara un poco la trampilla; a cada ratón que salía, le daba un golpecito con la varita y el roedor se transformaba en un hermoso caballo, así hasta que tuvo un precioso tiro de seis caballos, de un bello color de ratón gris claro.

Como estuviera preocupada por encontrar algo que le sirviera de cochero, dijo Cenicienta:

-Voy a ver si alguna rata ha caído en la ratonera, para convertirla en cochero.

-Tienes razón -dijo su Madrina-, mira si hay.

Cenicienta le llevó la ratonera, donde había tres ratas muy gordas. El hada eligió una, la que tenía las mejores barbas, y, tocándola con la varita, la convirtió en un gordo cochero, que lucía unos hermosos mostachos.

Después le dijo:

-Ve al jardín y allí encontrarás seis lagartos detrás de la regadera. Tráemelos.

En cuanto los hubo traido, el hada madrina los convirtió en seis lacayos, que subieron al instante a la trasera de la carroza con sus libreas llenas de galones, muy erguidos, como si no hubieran hecho otra cosa en su vida.

El hada dijo entonces a Cenicienta:

-Bueno, aquí tienes ya con qué ir al baile. ¿Estás contenta?

-Sí, pero, ¿cómo voy a ir con este viejo vestido?

Su Madrina no hizo más que tocar con la varita mágica las pobres ropas, y al momento se transformaron en vestidos de tisú de oro y plata, recamados de piedras preciosas; también le dio el hada un par de zapatos de cristal, los más bonitos del mundo.

Cuando Cenicienta estuvo de tal modo vestida, subió a la carroza; pero su madrina le recomendó ante todo que regresara antes de la medianoche, advirtiéndole que, si permanecía en el baile un minuto más, su carroza volvería a ser calabaza; sus caballos, ratones; sus lacayos, lagartos, y sus ropas viejas recobrarían su aspecto normal.

Prometió a su Madrina que haría todo tal como ella decía; y se fue llena de felicidad.

El hijo del Rey, a quien comunicaron que acababa de llegar una princesa que nadie conocía, fue a recibirla; le dio la mano cuando bajó de la carroza, y la condujo al gran salón donde estaban los invitados.

Se hizo entonces un repentino silencio; se paró el baile y los violines dejaron de tocar, de tan sorprendidos que estaban contemplando la gran belleza de aquella desconocida. Sólo se escuchaba un rumor confuso:

-¡Oh! ¡Qué hermosa es!

El propio Rey mismo, a pesar de ser muy viejo, no dejaba de mirarla y de decirle a la reina en voz baja, que hacía mucho tiempo que no veía a nadie con tanta gracia y belleza.

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