La Cenicienta, Charles Perrault (1628 - 1703)

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Érase una vez un gentil hombre que se casó en segundas nupcias con la mujer más altiva y orgullosa que se pudo ver jamás. Tenía dos hijas que eran idénticas a ella, al haber heredado todo su carácter. El marido, por su parte, tenía una hija joven, de una dulzura y bondad sin igual, pues se parecía en todo a su madre, que había sido la mejor persona del mundo.

Inmediatamente después de la boda, la madrastra dio rienda suelta a su mal carácter; no podía soportar las buenas cualidades de aquella niña, que hacían a sus hijas aún más odiosas. La obligó a hacer las tareas más viles de la casa: tenía que fregar los platos, limpiar las escaleras y toda la casa, arreglar todas las habitaciones, incluidas las de sus hijas. Dormía en un desván, en lo más alto de la casa, sobre un mal jergón, mientras que sus hermanas disponían de grandes habitaciones entarimadas, con camas a la última moda, y grandes espejos donde se podían ver de cuerpo entero.

La pobre chica lo sufría todo con mucha paciencia y no se atrevía nunca a quejarse a su padre, por temor a que le riñera, pues su mujer lo tenía completamente dominado.

Cuando la joven terminaba sus tareas, se iba a un rincón de la chimenea a sentarse sobre las cenizas, por lo que en la casa la llamaban generalmente Culoceniza. La hermana pequeña, que no era tan mala como la mayor, la llamaba Cenicienta ; aunque Cenicienta, con sus harapos, no dejaba de ser cien veces más hermosa que sus hermanas, a pesar de que ambas vestían con ropas muy lujosas.

Y sucedió que el hijo del Rey dio un baile, al que invitó a todas las personas de calidad, siendo invitadas también nuestras dos señoritas, ya que ellas pertenecían a una familia distinguida en el país. Helas aquí, pues, muy contentas y muy atareadas en elegir los vestidos y los peinados que les sentaran mejor. Esto ocasionó nuevos trabajos para Cenicienta, ya que era ella quien planchaba la ropa de sus hermanas y quien almidonaba los puños. Continuamente las oía hablar de la forma en que iban a arreglarse.

-Yo -decía la mayor- me pondré el vestido de terciopelo rojo y el aderezo de Inglaterra.

-Yo -decía la menor-, me pondré una sencilla falda, aunque también llevaré el mantón de flores de oro y el broche de diamantes, que no está muy visto.

Buscaron una buena peluquera que les hiciera los peinados de dos pisos, y encargaron en la sastrería lunares postizos; llamaron a Cenicienta para pedirle su opinión, ya que tenía muy buen gusto.

Cenicienta les aconsejó lo mejor que pudo, ofreciéndose incluso para retocarles el peinado, lo que aceptaron inmediatamente las hermanas, pues era lo que estaban deseando.

Mientras las peinaba, ellas le decían:

-Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?

-¡Ay, señoritas, ¿os estais burlando?; eso no está hecho para mí.

-Tienes razón, la gente se reiría mucho viendo a una sucia Culoceniza acudir al baile.

Otra que no fuera Cenicienta las habría peinado al revés, pero ella, que era buena, las peinó estupendamente.

Las dos hermanas estuvieron casi dos días sin comer, pues querían lucir una figura estilizada. Sin embargo, aún rompieron más de doce cordones a fuerza de tirar de ellos para conseguir una talle más fino, y no dejaban un momento de mirarse en el espejo.

Al fin llegó el feliz día y las hermanas se marcharon. Cenicienta las siguió con la mirada todo el tiempo que pudo y, cuando las perdió de vista, se puso a llorar.

Su Madrina, que era un hada, la sorprendió hecha un mar de lágrimas y le preguntó qué le pasaba.

-¡Me gustaría mucho..., me gustaría mucho...!

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