Ese fue la última gota de hizo que Myriam se pusiera como loca. Soltó el teléfono y se tapó la boca con ambas manos mientras pataleaba sobre la cama. Antes de que tomara el celular y dijera un impaciente “Sí”, otros golpes a su puerta la despabilaron.

—¡Ya salte! ¡Mamá dice que si no bajas en cinco minutos te quedarás sin comer! —gritoneó su hermano.

—¡Deja de fastidiar, mocoso! —Lanzó un cojín hacia la puerta y al mismo tiempo escuchó la voz de Eduardo en la bocina—. ¡Ah, lo siento! Eso no era para ti—se excusó inmediatamente—. Y la respuesta a tu pregunta es… Sí, claro que sí.

—¡Tonta! ¡Quédate sin comer entonces!—la voz de Gabriel rompió su burbuja mágica de felicidad. Gruñó por lo bajo, aguantado las ganas de volver a gritarle. Si lo hacía, ya sabía lo que sucedería. Él iría con mamá fingiendo dolor en el brazo o en cualquier otro lado mientras le decía que ella lo había maltratado. Y por consecuencia, ella sería castigada.

Olvidando a su molesto hermano, volvió a concentrarse en Eduardo, que festejaba por su aceptación. Charlaron unos minutos más, poniéndose de acuerdo sobre la hora de su cita y perdiendo tiempo en las largas e interminables despedidas.

Después de cortar la llamada, bajó a la cocina en donde se encontraban sus papás y Gabriel, éste último la recibió sacándole la lengua y ella le respondió con un cariñoso golpe en la nuca.

—¡Ahu! —Se quejó dramáticamente—. ¡Mamá! ¡Myriam me golpeó la cabeza! —la señaló acusadoramente. Su madre, Gabriela, le advirtió con la mirada.

—No le hice nada —levantó inocentemente las manos, alejándolas antes de ahorcarlo por chismoso.

Se sentó en la silla al lado de su padre, que la saludo cariñosamente.

—Hola princesa. ¿A dónde quieres ir hoy? ¿A los bolos? ¿Jugar tenis? ¿Ir a pescar? —preguntó al mismo tiempo que masticaba.

—Martin, no hables con la boca abierta. —Lo regañó su esposa como si fuera un niño. Todos rieron cuando Martin cerró automáticamente la boca, seguido de un leve respingo. 

Usualmente él trabajaba mucho, pero los fines de semana se dedicaba a pasar tiempo con su familia. Pero lamentablemente Myriam no podría acompañarlos hoy.

—No puedo papá, tengo una cita —respondió casi con desinterés.

Todos al escucharla, alzaron rápidamente la cabeza con una mirada de sorpresa. Habitualmente Myriam nunca hablaba de sus noviazgos, ni mucho menos decía abiertamente que tenía una cita. No era costumbre suya, por lo que ahora parecía algo sospechoso.

—¡¿Qué?! ¡¿Una cita?! ¡No puedes, tienes doce! —reclamó Martin, como todo un padre sobreprotector.

— ¡Tengo diecisiete! —corrigió Myriam.

Martin titubeó casi incrédulo, no podía creer que su pequeña hija hubiera crecido tan rápido.

—¡No importa! No vas y listo—finalizó volviendo a comer pero con mayor brusquedad.

—¡Mamá! —habló Myriam tratando de tener apoyo de su madre. Ella suspiró y miró persuasivamente a su marido.

—Ya es grande, cariño. Creo que es suficientemente madura para saber qué hacer y qué no hacer —miró amenazadoramente a su hija obteniendo rápidamente un asentimiento —. Así que creo que si no obtiene nuestro permiso, quizás se rebele y se escape —fingió un escalofrío y le giñó discretamente a Myriam.

Ella sabía que su padre le tenía terror a su desprecio o que algún día llegara a escaparse con algún hombre. Cosa que se le hacía ridículo, pero en varias ocasiones esa misma advertencia le hacía obtener permisos de salir increíblemente rápido.

El miedo viste con ropa de marcaWhere stories live. Discover now