Capitulo cuarenta y ocho

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Los Bosques Sombríos

  

A Corwën le picaba terriblemente su mano inexistente.

Podía sentir los dedos cerrándose, incluso cada fibra de su brazo intentando acercarse al arma desenfundada del traidor. Nunca hubiese llegado a imaginar que Uruï sería un traidor ¿Quién podría hacerlo? Había honrado a Riswan ejemplarmente con un amor incondicional y había seguido a su hijo del mismo modo. Pero todo era falso. A quien en verdad servía era al hijo menor de Riswan y con él a su pariente Herron.

- No intentes nada tullida - le susurró el traidor mientras la empujaba para que caminara a paso veloz por las largas escaleras de caracol.

Ella obedeció sin musitar ni una palabra ni un triste quejido a pesar de que la sujetaba con tremenda fuerza como si temiera que ella pudiese desembarazarse de él. Podría en otro tiempo, pero ahora lo dudaba muy seriamente.

“Me falta un brazo, con uno solo no puedo hacer ninguna llave de inmovilización y mucho menos una para poder desquitarme de su agarre”.

Si al menos tuviera a su alcanza la nueva espada que le había fabricado el maestro armero. Acero había echo un trabajo espléndido con aquella espada similar a las katanas que solía fabricar para el príncipe, pero ésta tenía el mango más largo y la punta de la hoja curva para poder penetrar mejor en la carne sin la necesidad de hacer demasiada fuerza para clavarla en la carne de cualquier enemigo.  Pero su inseparable laguna - así se llamaba su nueva espada - se encontraba en su dormitorio envainada y recostada contra la pared. Tendría que haberla llevado con ella ¿pero para qué? No pensó que la necesitara en el consejo de guerra adelantado por el rey.

Nadie lo imagino.

Ni siquiera Varel.

El príncipe Xeral hizo un alto cuando estuvieron en la primera planta del Palacio de Silexs. La reina, resollando de cansancio y también de dolor - por el rodillazo del príncipe que ella no había presenciado - se tapaba como buenamente podía los pechos mientras las manazas de su captor la guiaban sin dejar de apuntarle la baso de las costillas con el cuchillo.

- Uruï entrégale a Corwën a Dixo y barre todo el vestíbulo. No quiero altercados cuando salgamos con Criselda. Si se resisten los matáis y si no, los dejáis inconscientes. Que nadie dé la alarma.

¿Pero quién iba a dar la alarma? Era la hora de la cena y allí solo había criados que no podían compararse con los hombres allí dispuestos. Aunque los criados fueran una fuente en superioridad numérica, no estaban ni la mitad de bien entrenados que los once hombres de Xeral y ellos portaban armas y los criados no poseían ninguno encima salvo cucharas de madera y de hierro. Los guerreros estaban a demasiados metros en los salones comunes entre risas y fuentes de vino y cerveza como para escuchar ni un misero grito de socorro. Por eso no gritaría al igual que Criselda. Ya había muerto demasiada gente.

El traidor la entregó a un fornido guerrero que le aferró su único brazo más fuerte aún y se marchó con todos los hombres disponibles excepto su nuevo captor y el príncipe. En ese instante las dos mujeres se observaron. Los ojos de la reina estaban dilatados y enrojecidos a la vez que gruesas lágrimas descendían de sus ojos verdes hasta sus mejillas. Verla así, tan indefensa hizo que la muchacha se sintiera horriblemente impotente. Había jurado proteger con su vida a su rey y a su reina y les había fallado a los dos.

Aunque consiguiera soltarse, no sería capaz de arrebatarle a Xeral su presa. Conocía demasiado bien las habilidades del hombre y por ello - tullida como estaba - no era rival para él. Ni tampoco lo sería estando completamente entera pues Xeral prefería matar a Criselda que dejar que se la arrebataran y no podía exponer así la vida de la reina, la elegida por los dioses para hacer renacer la raza esplendorosa de su ancestro. A ella si le importaba la mujer, más incluso de lo que representaba en un principio.

Los Hijos del Dragón  (Historias de Nasak vol.1) EditandoWhere stories live. Discover now