Capítulo 23

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Si pensaba que la pequeña plaza de la oficina de la Logia era un escándalo; cuando llegué a la Abadía estaba en el mismísimo infierno.

Gente se apretujaba por todas partes, atropellando niños, tumbando ancianos, destrozando los pequeños puestos de venta clandestinos.

Todo el mundo quería ver al viajero del tiempo.

-¡Gideon! –grité desesperada al percatarme de que era la tercera vez que lo perdía de vista.

Él se limitó a estirar el brazo por encima de las cabezas de la multitud y dejar que el poderoso diamante que coronaba su anillo resplandeciera al sol, dándome una pista para encontrarlo.

-Pareces un chiquillo perdido en el mercado. –me dijo, entre sonoras carcajadas.

-Créeme, si yo también midiera dos metros más que el resto de la población no tendría estos problemas. –el rió aún más, echando la cabeza hacia atrás y sujetándose el estómago.

Avanzamos, esquivando tantas personas y tantos objetos que me sentía una pequeña imitación de Bruce Lee, aunque mucho más torpe.

En frente de la Abadía, le gente llenaba tanto los jardines que parecían a punto de reventar. Un grupo de personas bloqueaban el paso a la iglesia a una multitud de personas enormemente furiosas. El hombre que lideraba al grupo encontró mi mirada a más de siete metros, y me heló la sangre. Era casi exactamente la mirada de Racokzy.

-Gideon, ¿cómo diablos se supone que vamos a entrar ahí? –le pregunté, jalando la manga de su saco.

-Supongo que el conde está adentro. Si tanto quiere hablar, no dudo en que nos dejen pasar enseguida.

La mirada del extraño seguía clavada en mí, así que giré mi cabeza y empecé a mirar en todas direcciones, como si buscara desesperadamente a alguien.

Cuando otra mirada, esta vez de unos hermosos ojos azules como zafiros, se cruzó con mi propia mirada, quise desmayarme. ¿Qué estaba haciendo ella ahí? ¿No se suponía que tendría que estar en casa de Lady Tinley, segura de todo? Sus ojos proyectaron la misma preocupación que los míos, como si quisiera hacerme las mismas preguntas que acababa de formular en mi cabeza.

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-¡Luce! ¿Pero qué demonios haces? –preguntó Paul, preocupado por el repentino terror en la mirada de Lucy.

-Creí que... debe ser un error. –Ella era incapaz de admitir que acababa de ver a Gwendolyn, a su hija, en medio de todo este alboroto. ¿Qué estaba haciendo ahí? ¿No se suponía que estaba en el siglo XXI, segura de todo esto?

Paul observó en la misma dirección que Lucy, tratando de encontrar algo que explicara su reacción. Abrió la boca, con un poco de incredulidad en los ojos.

Extrajo de su bolsillo el telegrama que había recibido apenas unas horas antes.

Veamos quién estará presente en la Abadía.

¿Puedo contar con tu presencia?

Desde el momento en que lo recibió de manos de Millhouse, no dudó ni un segundo de que quien enviaba ese mensaje era el conde. Lo que no imaginaba era que su pequeño sobrino rebelde y su hija estarían presentes.

-¿Cuándo podremos ver al viajero del tiempo, papá? –preguntó Margaret tirando de la manga de su saco. Los enormes ojos de la pequeña, azules como los de Lucy, reflejaban toda la inocencia y curiosidad que sentía su pequeña de cinco años.

-¿Por qué no vas con Agatha? Estoy seguro de que entre las dos podrán encontrarlo más rápido.

Esbozó una pequeña sonrisa y salió disparada, con los rizos oscuros rebotando una y otra vez sobre su espalda.

Su pequeña. La pequeña, en un futuro, de James Haloway. Gwendolyn, ya adulta, había viajado en el tiempo y le había contado acerca de la tumba de sus hijas; y hasta ese momento no conocía a otro Haloway más que a James, hijo de los vecinos de Lady Tinley.

-Margaret se ha puesto insoportable. Quiere que la ayude a buscar al viajero, aunque le he explicado muchas veces que eso no existe. –Agatha había abandonado a Margaret, quien se ponía de puntillas tratando de observar, por encima de todas las cabezas, lo que pasaba.

Paul sonrió. Que no existían los viajeros en el tiempo, que mentira más grande. Eso lo sabía por experiencia propia.

Observó los ojos ambarinos de Agatha, calculadores, fríos, inteligentes. Nunca había visto a una niña tan madura como ella. La comparó con Margaret, y descubrió todo lo que diferían.

Agatha tenía los ojos ámbar, y el cabello liso como él, pero de un rojo tan intenso que solo podía tener Lucy. Ella era sabia, responsable, una pequeña adulta.

Margaret era el vivo retrato de la inocencia. Ella quedaba asombrada con cualquier cosa nueva que vieran sus ojos. Esos ojos azules, herencia de Lucy. Sus rizos también eran de ella, pero negro como el de él.

-¡Margaret! ¡Dame la mano! ¡Vas a perderte entre la multitud! –gritó un niño pequeño, aunque un poco mayor que las gemelas.

-Muy bien, campeón. Eres todo un hombre de familia. –le agradeció Paul, desordenando el cabello negro del niño.

No se parecían en nada, más que en el cabello. Sus ojos castaños hacían que las personas dudaran que fuera su hijo. Walter era su primer hijo, y tenía siete años. Había nacido en 1919, en casa de Lady Tinley.

Gwendolyn también le había contado que en la inscripción de la tumba de las pequeñas señalaba que habían nacido en 1919, aunque ellas eran dos años menores. "Vivir bajo un nombre falso, en otra época no es precisamente una ventaja." Pensó Paul.

Paul volvió a mirar la dirección en la que hace apenas unos momentos había visto a Gwendolyn. Su corazón dio un brinco cuando observó los lugares vacíos; pero enseguida se tranquilizó cuando observó a Gwendolyn tomando la mano de Gideon y tratando de avanzar hasta donde él mismo se encontraba.

-¡Luce! –la llamó. –Me parece que alguien quiere verte.

Lucy volteó enseguida, perdiendo la atención en lo que sucedía frente a la plaza. Una gruesa lágrima, en parte de felicidad, en parte de nostalgia, rodó por una de sus sonrosadas mejillas.

-Gwendolyn. –dijo mientras la abrazaba con fuerza, como si Gwendolyn fuera solo una ilusión que estaba próxima a desaparecer.

El bullicio que producían todas aquellas personas aumentó. El hombre de los ojos negros se había movido de su posición al frente de sus hombres, custodiando la entrada de la Abadía.

Observaba a todos con ojos fríos, y con una expresión de odio. Pero los sentimientos que podía causar ese hombre no eran lo peor. Se estaba dirigiendo hacia ellos.




Diamante (EDITANDO)Where stories live. Discover now