Prólogo

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El tiempo parecía haberse detenido; los minutos pasaban con lentitud mientras aquel charco de sangre se extendía poco a poco. Él observaba desde una silla el cuerpo inerte de la joven, parecía extasiado con el cruel acto que había cometido y no pudo evitar esbozar una sonrisa de medio lado al recordar cada grito de súplica y la agonía que le había causado antes de que ella muriera. En su memoria guardaría como su tesoro más precioso el último brillo de aquellos ojos miel y aquella mirada llena de terror.

Sonreía como un niño tras haber conseguido un gran logro. Haberla apuñalado más de cincuenta veces, fue como ganar algo más preciado que el mismo oro, más codiciado que toda la riqueza en la que ella tanto se regodeaba. Para él no existía placer más grande que verla ahí, tan pálida como una hoja de papel, llena de sangre. No sabría cómo explicárselo, pero así era, derramar sangre le producía una felicidad inigualable, era una sensación de puro gozo escuchar el horror en su voz.

* *

Las horas pasaban con gran lentitud, la luna era tan grande que iluminaba a la perfección hasta los callejones más oscuros. Aquel cuerpo celeste que lo acompañaba en sus asesinatos, era su confidente más segura y la única testigo que tenía sobre lo que su retorcida mente guardaba. Avanzaba tranquilamente mientras el aire frío le golpeaba de lleno en la cara. Pronto el invierno llegaría y su tarea para ocultar los cuerpos sería mucho más fácil. Casi nadie solía pasear en las frías noches y mucho menos si llegaba a nevar y aquel invierno era prometedor. Después de recorrer varias calles llegó a la parte menos poblada de esa ciudad, donde también se encontraban las personas de menor ingreso económico, por lo que era mucho más fácil avanzar sin preocupaciones, ni miradas curiosas. Dobló en la esquina de lo que antiguamente era un bar. La calle no estaba pavimentada, sólo había pasto seco y un camino olvidado que daba en dirección a un descuidado bosque, en su mayoría formado con ramas que impedían la entrada de la gente. Aquel lugar era más que perfecto.

Sonrió al encontrarse con lo que bien podría ser una choza caída. No mantenía los cuerpos ahí, al menos no todos. La joven simplemente sería arrojada en un descuidado pozo que se usaba cuando aquella gran ciudad era tan solo un pueblo. Hoy en día estaba oculto en el bosque, alrededor de ramas y maleza, pero contaba con una buena profundidad y por eso él lanzaba ahí los cuerpos de sus víctimas. Una vez terminada su tarea regresó de nuevo a su hogar, a fingir una vida que no le pertenecía, a ser el dueño de una mentira cada día. Eso era para él la vida: «una farsa».



Mi anhelada muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora