Prólogo.

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Camino de la mano de mi madre sin apartar la vista de la bolsa de golosinas que acaba de comprarme. Es enorme. Hay muchas pastillas de color rosa, mis preferidas. Son las que saben a fresa. Son las mejores.

—¿Puedo abrirla ya? —pregunto impaciente mientras tira de mí por la acera.

—Sí, Helena, sí.

Está enfadada conmigo. Se le nota en la voz y en el suspiro que dio cuando le insistí en el supermercado para que me las comprara. Siempre se enfada conmigo en el supermercado. No para de decir que no tiene dinero para gastarlo en lo que le pido. No es verdad que no lo tenga. Lo tiene, yo lo veo en su cartera.

—Es la última vez que me acompañas a comprar, ¿me has entendido?

Eso es lo que siempre dice. No entiendo por qué se molesta tanto por comprarme dulces. A mí me gustan, son ricos.

—No sé cuántas veces te he dicho que no me pidas ninguna porquería de esas delante de la gente. No tengo dinero, Helena, y el dinero es lo único que puede comprarte las chuches.

—Tienes dinero en la cartera —le contesto abriendo la bolsa y sacando una de las pastillas. El color rosa es muy bonito, pero no es mi favorito.

—El justo y necesario para vivir.

No sé qué responder a eso, así que me centro en las golosinas y en lo bien que saben.

—Vamos. —Me apura para que vaya más rápido. No quiero que me dé la mano porque entonces no puedo coger más pastillas, pero si le digo que no, me gritará.

Subimos por la calle hasta que mi madre se para a saludar a una mujer que acaba de salir de una casa grande y de color blanco. Detrás de la mujer, aparece un niño muy bien vestido. Creo que mide lo mismo que yo, puede que yo sea más alta. Se queda mirándome un buen rato. ¿Qué le pasa? Me doy cuenta de mi bolsa de golosinas y me la escondo detrás de la espalda. No voy a darle ni una, ni la mitad de una.

Mi madre sigue hablando con la mujer. Lleva una coleta, y me gustan sus zapatos. Me encantan los tacones. Yo no puedo llevarlos. Soy muy pequeña, o eso es lo que dice mamá. Yo le digo que ya soy grande. Antes era muy pequeña, pero ya no.

El niño se acerca a nosotras de la mano de la mujer. Yo creo que es su madre. Tiene que ser su madre porque lo lleva de la mano, como a mí la mía. El niño tiene los ojos azules. ¿Por qué yo no tengo ojos azules? Son bonitos, y los quiero. Cuando sea todavía más grande me los pondré de color azul.

Mamá se despide de ella, y ella se mete en un coche negro con su hijo de ojos azules.

—¿Quién era? —le pregunto nada más empezar a caminar.

—Una vecina, Helena. —Suspira cargando con la bolsa de la compra. Lleva leche, lo he visto. Le pesa mucho pero yo no puedo ayudarla. Yo solo llevo la bolsa de golosinas—. Una vecina que tiene mucho más dinero que nosotras.

—Entonces, ¿si le pides de su dinero puedes comprarme más dulces?

Mi mamá sonríe, creo. Es una sonrisa muy corta, muy rápida.

—No es tan sencillo.

—¿Por qué? ¿Ella no es tu amiga?

Si es una vecina, y si habla con ella, tiene que ser su amiga. Ella nos puede prestar dinero, se lo devolveremos.

—Claro que no. Solo nos saludamos cuando nos cruzamos.

Ya me parecía muy extraño que no la había visto antes. Todas las vecinas me dicen hola y también que estoy muy grande y muy guapa. Esta vecina no me dijo nada. Y estoy segura de que el niño quería que le diese de mis pastillas. Yo no lo conozco, y no me gusta. Él tampoco me dijo hola.

Cojo otra pastilla de color rosa.

—Mamá, quiero tener los ojos azules.

Mi madre vuelve a sonreír. No suele sonreír mucho. Solo a veces, cuando le digo cosas que le parecen graciosas. Para mí no es gracioso.

—El color de tus ojos no es el mayor de nuestros problemas.

Ella me sujeta la mano con mucha fuerza para cruzar la calle cuando no viene ningún coche.

No dice nada más hasta que después de dos calles más entramos en casa.

***

Si alguien quiere un capítulo determinado, solo tiene que decirme que se lo dedique y lo haré.

Gracias por leer.

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