―Gracias a eso concebí esperanzas que antes apenas me habría atrevido a formular. Conocía de sobra el carácter de usted para saber que si hubiese estado absoluta e irrevocablemente decidida contra mí, se lo habría dicho a lady Catherine con toda claridad y franqueza.

Elizabeth se ruborizó y se rió, contestando:

―Sí, conocía usted de sobra mi franqueza para creerme capaz de eso. Después de haberle rechazado tan odiosamente cara a cara, no podía tener reparos en decirle lo mismo a todos sus parientes.

―No me dijo nada que no me mereciese. Sus acusaciones estaban mal fundadas, pero mi proceder con usted era acreedor del más severo reproche. Aquello fue imperdonable; me horroriza pensarlo.

―No vamos a discutir quién estuvo peor aquella tarde ―dijo Elizabeth―. Bien mirado, los dos tuvimos nuestras culpas. Pero me parece que los dos hemos ganado en cortesía desde entonces.

―Yo no puedo reconciliarme conmigo mismo con tanta facilidad. El recuerdo de lo que dije e hice en aquella ocasión es y será por mucho tiempo muy doloroso para mí. No puedo olvidar su frase tan acertada: «Si se hubiese portado usted más caballerosamente.» Éstas fueron sus palabras. No sabe, no puede imaginarse cuánto me han torturado, aunque confieso que tardé en ser lo bastante razonable para reconocer la verdad que encerraban.

―Crea usted que yo estaba lejos de suponer que pudieran causarle tan mala impresión. No tenía la menor idea de que le afligirían de ese modo.

―No lo dudo. Entonces me suponía usted desprovisto de todo sentimiento elevado, estoy seguro. Nunca olvidaré tampoco su expresión al decirme que de cualquier modo que me hubiese dirigido a usted, no me habría aceptado.

―No repita todas mis palabras de aquel día. Hemos de borrar ese recuerdo. Le juro que hace tiempo que estoy sinceramente avergonzada de aquello.

Darcy le habló de su carta:

―¿Le hizo a usted rectificar su opinión sobre mí? ¿Dio crédito a su contenido?

Ella le explicó el efecto que le había producido y cómo habían ido desapareciendo sus anteriores prejuicios.

―Ya sabía ―prosiguió Darcy― que lo que le escribí tenía que apenarla, pero era necesario. Supongo que habrá destruido la carta. Había una parte, especialmente al empezar, que no querría que volviese usted a leer. Me acuerdo de ciertas expresiones que podrían hacer que me odiase.

―Quemaremos la carta si cree que es preciso para preservar mi afecto, pero aunque los dos tenemos razones para pensar que mis opiniones no son enteramente inalterables, no cambian tan fácilmente como usted supone.

―Cuando redacté aquella carta ―replicó Darcy me creía perfectamente frío y tranquilo; pero después me convencí de que la había escrito en un estado de tremenda amargura.

―Puede que empezase con amargura, pero no terminaba de igual modo. La despedida era muy cariñosa. Pero no piense más en la carta. Los sentimientos de la persona que la escribió y los de la persona que la recibió son ahora tan diferentes, que todas las circunstancias desagradables que a ella se refieran deben ser olvidadas. Ha de aprender mi filosofía. Del pasado no tiene usted que recordar más que lo placentero.

―No puedo creer en esa filosofia suya. Sus recuerdos deben de estar tan limpios de todo reproche que la satisfacción que le producen no proviene de la filosofía, sino de algo mejor: de la tranquilidad de conciencia. Pero conmigo es distinto: me salen al paso recuerdos penosos que no pueden ni deben ser ahuyentados. He sido toda mi vida un egoísta en la práctica, aunque no en los principios. De niño me enseñaron a pensar bien, pero no a corregir mi temperamento. Me inculcaron buenas normas, pero dejaron que las siguiese cargado de orgullo y de presunción. Por desgracia fui hijo único durante varios años, y mis padres, que eran buenos en sí, particularmente mi padre, que era la bondad y el amor personificados, me permitieron, me consintieron y casi me encaminaron hacia el egoísmo y el autoritarismo, hacia la despreocupación por todo lo que no fuese mi propia familia, hacia el desprecio del resto del mundo o, por lo menos, a creer que la inteligencia y los méritos de los demás eran muy inferiores a los míos. Así desde los ocho hasta los veintiocho años, y así sería aún si no hubiese sido por usted, amadísima Elizabeth. Se lo debo todo. Me dio una lección que fue, por cierto, muy dura al principio, pero también muy provechosa. Usted me humilló como convenía, usted me enseñó lo insuficientes que eran mis pretensiones para halagar a una mujer que merece todos los halagos.

―¿Creía usted que le iba a aceptar?

―Claro que sí. ¿Qué piensa usted de mi vanidad? Creía que usted esperaba y deseaba mi declaración.

―Me porté mal, pero fue sin intención. Nunca quise engañarle, y sin embargo muchas veces me equivoco. ¡Cómo debió odiarme después de aquella tarde!

―¡Odiarla! Tal vez me quedé resentido al principio; pero el resentimiento no tardó en transformarse en algo mejor.

―Casi no me atrevo a preguntarle qué pensó al encontrarme en Pemberley. ¿Le pareció mal que hubiese ido?

―Nada de eso. Sólo me quedé sorprendido.

―Su sorpresa no sería mayor que la mía al ver que usted me saludaba. No creí tener derecho a sus atenciones y confieso que no esperaba recibir más que las merecidas.

―Me propuse ―contestó Darcy― demostrarle, con mi mayor cortesía, que no era tan ruin como para estar dolido de lo pasado, y esperaba conseguir su perdón y atenuar el mal concepto en que me tenía probándole que no había menospreciado sus reproches. Me es difícil decirle cuánto tardaron en mezclarse a estos otros deseos, pero creo que fue a la media hora de haberla visto.

Entonces le explicó lo encantada que había quedado Georgiana al conocerla y lo que lamentó la repentina interrupción de su amistad. Esto les llevó, naturalmente, a tratar de la causa de dicha interrupción, y Elizabeth se enteró de que Darcy había decidido irse de Derbyshire en busca de Lydia antes de salir de la fonda, y que su seriedad y aspecto meditabundo no obedecían a más cavilaciones que las inherentes al citado proyecto.

Volvió Elizabeth a darle las gracias, pero aquel asunto era demasiado agobiante para ambos y no insistieron en él.

Después de andar varias millas en completo abandono y demasiado ocupados para cuidarse de otra cosa, miraron sus relojes y vieron que era hora de volver a casa.

―¿Qué habrá sido de Bingley y de Jane?

Esta exclamación les llevó a hablar de los asuntos de ambos. Darcy estaba contentísimo con su compromiso, que Bingley le había notificado inmediatamente.

―¿Puedo preguntarle si le sorprendió? ―dijo Elizabeth.

―De ningún modo. Al marcharme comprendí que la cosa era inminente.

―Es decir, que le dio usted su permiso. Ya lo sospechaba.

Y aunque él protestó de semejantes términos, ella encontró que eran muy adecuados.

―La tarde anterior a mi viaje a Londres ―dijo Darcy― le hice una confesión que debí haberle hecho desde mucho antes. Le dije todo lo que había ocurrido para convertir mi intromisión en absurda e impertinente. Se quedó boquiabierto. Nunca había sospechado nada. Le dije además que me había engañado al suponer que Jane no le amaba, y cuando me di cuenta de que Bingley la seguía queriendo, ya no dudé de que serían felices.

Elizabeth no pudo menos que sonreír al ver cuán fácilmente manejaba a su amigo.

―Cuando le dijo que mi hermana le amaba, ¿fue porque usted lo había observado o porque yo se lo había confesado la pasada primavera?

―Por lo primero. La observé detenidamente durante las dos visitas que le hice últimamente, y me quedé convencido de su cariño por Bingley.

―Y su convencimiento le dejó a él también convencido, ¿verdad?

―Así es. Bingley es el hombre más modesto y menos presumido del mundo. Su apocamiento le impidió fiarse de su propio juicio en un caso de tanta importancia;. pero su sumisión al mío lo arregló todo. Tuve que declararle una cosa que por un tiempo y con toda razón le tuvo muy disgustado. No pude ocultarle que su hermana había estado tres meses en Londres el pasado invierno, que yo lo sabía y que no se lo dije a propósito. Se enfadó mucho. Pero estoy seguro de que se le pasó al convencerse de que su hermana le amaba todavía. Ahora me ha perdonado ya de todo corazón.

Elizabeth habría querido añadir que Bingley era el más estupendo de los amigos por la facilidad con que se le podía traer y llevar, y que era realmente impagable. Pero su contuvo. Recordó que Darcy tenía todavía que aprender a reírse de estas cosas, y que era demasiado pronto para empezar. Haciendo cábalas sobre la felicidad de Bingley que, desde luego, sólo podía ser inferior a la de ellos dos, Darcy siguió hablando hasta que llegaron a la casa. En el vestíbulo se despidieron.

Orgullo y prejuicioWhere stories live. Discover now