Elizabeth no pudo menos que sonreír ante semejante comienzo; pero la señora Bennet, que estaba convencida de que su marido abogaría en favor de aquella boda, se quedó decepcionada.

―¿Qué significa, señor Bennet, ese modo de hablar? Me habías prometido que la obligarías a casarse con el señor Collins.

―Querida mía ―contestó su marido―, tengo que pedirte dos pequeños favores: primero, que me dejes usar libremente mi entendimiento en este asunto, y segundo, que me dejes disfrutar solo de mi biblioteca en cuanto puedas.

Sin embargo, la señora Bennet, a pesar de la decepción que se había llevado con su marido, ni aun así se dio por vencida. Habló a Elizabeth una y otra vez, halagándola y amenazándola alternativamente. Trató de que Jane se pusiese de su parte; pero Jane, con toda la suavidad posible, prefirió no meterse. Elizabeth, unas veces con verdadera seriedad, y otras en broma, replicó a sus ataques; y aunque cambió de humor, su determinación permaneció inquebrantable.

Collins, mientras tanto, meditaba en silencio todo lo que había pasado. Tenía demasiado buen concepto de sí mismo para comprender qué motivos podría tener su prima para rechazarle, y, aunque herido en su amor propio, no sufría lo más mínimo. Su interés por su prima era meramente imaginario; la posibilidad de que fuera merecedora de los reproches de su madre, evitaba que él sintiese algún pesar.

Mientras reinaba en la familia esta confusión, llegó Charlotte Lucas que venía a pasar el día con ellos. Se encontró con Lydia en el vestíbulo, que corrió hacia ella para contarle en voz baja lo que estaba pasando.

―¡Me alegro de que hayas venido, porque hay un jaleo aquí...! ¿Qué crees que ha pasado esta mañana? El señor Collins se ha declarado a Elizabeth y ella le ha dado calabazas.

Antes de que Charlotte hubiese tenido tiempo para contestar, apareció Kitty, que venía a darle la misma noticia. Y en cuanto entraron en el comedor, donde estaba sola la señora Bennet, ella también empezó a hablarle del tema. Le rogó que tuviese compasión y que intentase convencer a Lizzy de que cediese a los deseos de toda la familia.

―Te ruego que intercedas, querida Charlotte ―añadió en tono melancólico―, ya que nadie está de mi parte, me tratan cruelmente, nadie se compadece de mis pobres nervios.

Charlotte se ahorró la respuesta, pues en ese momento entraron Jane y Elizabeth.

―Ahí está ―continuó la señora Bennet―, como si no pasase nada, no le importamos un bledo, se desentiende de todo con tal de salirse con la suya. Te voy a decir una cosa: si se te mete en la cabeza seguir rechazando de esa manera todas las ofertas de matrimonio que te hagan, te quedarás solterona; y no sé quién te va a mantener cuando muera tu padre. Yo no podré, te lo advierto. Desde hoy, he acabado contigo para siempre. Te he dicho en la biblioteca que no volvería a hablarte nunca; y lo que digo, lo cumplo. No le encuentro el gusto a hablar con hijas desobedientes. Ni con nadie. Las personas que como yo sufrimos de los nervios, no somos aficionados a la charla. ¡Nadie sabe lo que sufro! Pero pasa siempre lo mismo. A los que no se quejan, nadie les compadece.

Las hijas escucharon en silencio los lamentos de su madre. Sabían que si intentaban hacerla razonar o calmarla, sólo conseguirían irritarla más. De modo que siguió hablando sin que nadie la interrumpiera, hasta que entró Collins con aire más solemne que de costumbre. Al verle, la señora Bennet dijo a las muchachas:

―Ahora os pido que os calléis la boca y nos dejéis al señor Collins y a mí para que podamos hablar un rato.

Elizabeth salió en silencio del cuarto; Jane y Kitty la siguieron, pero Lydia no se movió, decidida a escuchar todo lo que pudiera. Charlotte, detenida por la cortesía del señor Collins, cuyas preguntas acerca de ella y de su familia se sucedían sin interrupción, y también un poco por la curiosidad, se limitó a acercarse a la ventana fingiendo no escuchar. Con voz triste, la señora Bennet empezó así su conversación:

―¡Oh, señor Collins!

―Mi querida señora ―respondió él―, ni una palabra más sobre este asunto. Estoy muy lejos ―continuó con un acento que denotaba su indignación― de tener resentimientos por la actitud de su hija. Es deber de todos resignarse por los males inevitables; y es especialmente un deber para mí, que he tenido la fortuna de verme tan joven en tal elevada posición; confío en que sabré resignarme. Puede que mi hermosa prima, al no querer honrarme con su mano, no haya disminuido mi positiva felicidad. He observado a menudo que la resignación nunca es tan perfecta como cuando la dicha negada comienza a perder en nuestra estimación algo de valor. Espero que no supondrá usted que falto al respeto de su familia, mi querida señora, al retirar mis planes acerca de su hija sin pedirles a usted y al señor Bennet que interpongan su autoridad en mi favor. Temo que mi conducta, por haber aceptado mi rechazo de labios de su hija y no de los de ustedes, pueda ser censurable. Pero todos somos capaces de cometer errores. Estoy seguro de haber procedido con la mejor intención en este asunto. Mi objetivo era procurarme una amable compañera con la debida consideración a las ventajas que ello había de aportar a toda su familia. Si mi proceder ha sido reprochable, les ruego que me perdonen.

Orgullo y prejuicioOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz