La pelinegra se echó hacia atrás sin separarse y, con las pupilas más brillosas que había visto, lo vislumbró. Estudió sus facciones como si fuera la primera vez y se sonrojó. El joven se regocijó por dentro y agachó la cabeza para unir sus bocas.

Los labios se juntaron, se acariciaron gracias a un baile lento y suave. El pecho de Flor explotó en un sinfín de emociones que no conocía, no sabía que su corazón podía latir tan rápido, tampoco que sus piernas podían convertirse en gelatina, mucho menos que sus preocupaciones eran capaces de diluirse. Deseó tener alas para volar cuando él la apretujó y suspiró, Hugo sabía bien, o quizá eran ellos los que sabían como algo correcto.

—Lo lamento —volvió a decir en medio de aquella batalla de caricias y mimos, necesitando que supiera que estaba arrepentido, que intentaría.

Shh, lo sé —susurró antes de besarlo con mayor rudeza.

Permitieron que todo se saliera de control, que la ropa cayera en el suelo, que sus yemas se aventuraran a recorrer una piel en la que nunca habían caminado. Se hundieron en un intercambio de amor y pasión por partes iguales. Flor lo fue empujando hasta que la espalda de Hugo tocó el colchón. El mundo fue apartado, solo pudieron concentrarse en ellos mismos.

Embelesado, besó cada valle y cada montaña; embelesada, hundió los dedos en su cabello caoba porque todo era demasiado. Lo amaba tanto que no sabía qué hacer para demostrarlo.

Sellaron con promesas susurradas lo que más temprano se habían confesado y terminaron con la respiración agitada, sus pulmones rogaban por aire. Flor se recostó en un pecho desnudo y trazó figuras imaginarias con sus dedos, repartiendo besos discretos en su piel de vez en cuando, recibiendo caricias en el largo de su columna vertebral.

La cobijó debajo de las sábanas y sonrió, feliz.

Los minutos transcurrieron sin que se atrevieran a alterar el ambiente, ¿para qué hacerlo? Pero Hugo sabía que tenían que hablar de ciertas cosas, así que jaló aire y buscó las oraciones adecuadas.

—Hablé con Eugenia, dejaré que pase tiempo con Marcela. —Todavía era duro imaginar a esa mujer con su pequeña, pero había entendido que, sin importar cuánto se negara a aceptarlo, era su madre. Y gracias a ella tenía ese pedacito de cielo—. Quiero que estés ahí cuando suceda.

—De acuerdo —contestó, un poco asombrada. El joven abrió la boca, queriendo preguntar qué había pasado con sus padres mientras estaba ausente, pero la cerró sin musitar sonido alguno. No quería incomodarla. La mudez se precipitó, Flor apretó las manos en puños, intuyendo las calladas cuestiones—. También hablé con ellos, pero no puedo siquiera tenerlos cerca, no estoy lista para perdonarlos. Hay errores que simplemente se quedan grabados, no puedo hacer como si nada, es imposible.

Asintió, comprendiendo lo que quería decir.


La mujer de cabellos blancos estaba sentada sobre una manta roja, frente a ella se encontraba una niña que apretujaba un oso de peluche como si fuera un salvavidas. El juguete aún tenía puesto el moño, indicando que había sido un regalo y ahora cumplía su misión. Eugenia trenzaba el cabello de Marcela, ambas platicaban, las dos se conocían y se veían felices.

Hugo desvió la vista, ahogó las ganas de correr hasta ellas y llevarse lejos a su hija. El parque no estaba muy lleno, tampoco estaba vacío, así que aquellas figuras relucían como foquitos en una noche oscura.

Se relajó un poco cuando la vio caminando hacia él con un algodón de azúcar de color rosa. Tomaba un poco con sus dedos y se lo llevaba a la boca. Se percató del minucioso estudio que impartía y apresuró el paso con un gesto de alegría extendido en el rostro.

Se sentó a su lado y comenzó a hablar de alguna cosa que había visto, parloteaba y él se preguntó si lo estaba haciendo a propósito. Se cuestionó si podía sentir lo tenso que se encontraba y estaba haciendo lo que fuera para relajarlo.

Era única, siempre lo había sido, siempre lo sería. En medio de todos sus problemas y equivocaciones, siempre había cosas buenas para dar. Flor estaba llena de espinas, pero estaba repleta de pétalos preciosos que se resguardaban detrás de una barrera.

Le entregó su corazón desde que la vio entrar esa mañana, la contempló instalarse en el escritorio de enfrente y acomodar un montón de carpetas de colores que contrastaban con los alrededores grisáceos. Era tan colorida y tan opaca, llena de vida y de soledad. La amó por trastornar su suelo sin querer moverlo, entonces supo que era la indicada. No se había equivocado.

Ahí estaba Flor, una vez más, moviendo su mundo.

Ahí estaba Hugo, mirándola como si de verdad fuera especial, gracias a él aprendió a verlo también.

Ahí estaban ambos, arriesgando el corazón, pero dispuestos a empezar una nueva historia.



FIN

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Falta el epílogo, no me voy a despedir todavía <3


Para mi Flor © ✔️Where stories live. Discover now