Aurora Pensamientos sobre la moral como prejuicio

681 15 0
                                    

1

Con este libro empieza mi campaña contra la moral. No es que huela lo mas mínimo a pólvora: en él se percibirán olo­res completamente distintos y mucho más amables, supo­niendo que se tenga alguna finura en la nariz. Ni artillería pesada, ni tampoco ligera: si el efecto del libro es negativo, tanto menos lo son sus medios, esos medios de los cuales se sigue el efecto como una conclusión, no como un cañonazo. El que el lector diga adiós a este libro llevando consigo una cautela esquiva frente a todo lo que hasta ahora se había lle­gado a honrar e incluso adorar bajo el nombre de moral no está en contradicción con el hecho de que en todo el libro no aparezca ni una sola palabra negativa, ni un solo ataque, ni una sola malignidad, antes bien, repose al sol, orondo, feliz, como un animal marino que toma el sol entre peñascos. En última instancia, yo mismo era ese animal marino: casi cada una de las frases de este libro está ideada, pescada, en aquel caos de peñascos cercano a Génova, en el cual me encontraba solo y aún tenía secretos con el mar. Todavía ahora, si por casualidad toco este libro, casi cada una de sus frases se convierte para mí en un hilo, tirando del cual ex­traigo de nuevo algo incomparable de la profundidad: toda su piel tiembla de delicados estremecimientos del recuerdo. No es pequeño el arte que lo distingue en retener un poco cosas que se escabullen ligeras y sin ruido, instantes que yo llamo lagartos divinos, retenerlos no, desde luego, con la crueldad de aquel joven dios griego que simplemente ensar­taba al pobre lagartillo, pero sí con algo afilado de todos mo­dos, con la pluma. «Hay tantas auroras que todavía no han resplandecido» –esta inscripción india está colocada so­bre la puerta que da entrada a este libro. ¿Dónde busca su au­tor aquella nueva mañana, aquel delicado arrebol no descubierto aún, con el que de nuevo un día ¡ ay, toda una serie, un mundo entero de nuevos días! se inicia? En una trans­valoración de todos los valores, en el desvincularse de todos los valores morales, en un decir sí y tener confianza en todo lo que hasta ahora ha sido prohibido, despreciado, maldeci­do. Este libro que dice derrama su luz, su amor, su ternura nada más que sobre cosas malas, les devuelve otra vez «el alma», la buena conciencia, el alto derecho y privilegio de existir. La moral no es atacada, simplemente no es tomada ya en consideración. Este libro concluye con un «¿o acaso?», es el único libro que concluye con un «¿o acaso?».

2

Mi tarea de preparar a la humanidad un instante de suprema autognosis, un gran mediodía en el que mire hacia atrás y hacia delante, en el que se sustraiga al dominio del azar y de los sacerdotes y plantee por vez primera, en su totalidad, la cuestión del ¿por qué?, del ¿para qué? , esta tarea es una consecuencia necesaria para quien ha comprendido que la humanidad no marcha por sí misma por el camino recto, que no es gobernada en absoluto por un Dios, que, antes bien, el instinto de la negación, de la corrupción, el instinto de décadence ha sido el que ha reinado con su seducción, ocultándose precisamente bajo el manto de los más santos conceptos de valor de la humanidad. El problema de la pro­cedencia de los valores morales es para mí un problema de primer rango, porque condiciona el futuro de la humanidad. La exigencia de que se debe creer que en el fondo todo se en­cuentra en las mejores manos, que un libro, la Biblia, pro­porciona una tranquilidad definitiva acerca del gobierno y la sabiduría divinos en el destino de la humanidad, esa exi­gencia representa, retraducida a la realidad, la voluntad de no dejar aparecer la verdad sobre el lamentable contrapolo de esto, a saber, que la humanidad ha estado hasta ahora en las peores manos, que ha sido gobernada por los fracasados, por los astutos vengativos, los llamados «santos», esos ca­lumniadores del mundo y violadores del hombre. El signo decisivo en que se revela que el sacerdote (incluidos los sa­cerdotes enmascarados, los filósofos) se ha enseñoreado de todo, y no sólo de una determinada comunidad religiosa, el signo en que se revela que la moral de la décadence, la volun­tad de final, se considera como moral en sí, es el valor incondicional que en todas partes se concede a lo no-egoísta y la enemistad que en todas partes se dispensa a lo egoísta. A quien esté en desacuerdo conmigo en este punto lo conside­ro infectado. Pero todo el mundo está en desacuerdo con­migo. Para un fisiólogo tal antítesis de valores no deja nin­guna duda. Cuando dentro del organismo el órgano más diminuto deja, aunque sea en medida muy pequeña, de pro­veer con total seguridad a su autoconservación, a la recupe­ración de sus fuerzas, a su «egoísmo», entonces el todo degenera. El fisiólogo exige la amputación de la parte de­generada, niega toda solidaridad con lo degenerado, está completamente lejos de sentir compasión por ello. Pero el sacerdote quiere precisamente la degeneración del todo, de la humanidad: por ello conserva lo degenerado; a ese precio domina él a la humanidad. ¿Qué sentido tienen aquellos conceptos-mentiras, los conceptos auxiliares de la moral, «alma», «espíritu», «voluntad libre», «Dios», sino el de arruinar fisiológicamente a la humanidad? Cuando se deja de tomar en serio la auto conservación, el aumento de fuer­zas del cuerpo, es decir, de la vida, cuando de la anemia se hace un ideal, y del desprecio del cuerpo «la salud del alma», ¿qué es esto más que una receta para la décadence? La pér­dida del centro de gravedad, la resistencia contra los instin­tos naturales, en una palabra, el «desinterés» –a esto se ha llamado hasta ahora moral. Con Aurora yo fui el primero en entablar la lucha contra la moral de la renuncia a sí mis­mo.


Cómo se llega a ser lo que se esDonde viven las historias. Descúbrelo ahora