Primer cuaderno, octava parte

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—Hoy saldremos con unos amigos, ¿recuerdas? Te lo comenté el otro día.

—¿Lo hiciste? —Mordí la tostada y revolví una cucharada de azúcar en el café—. Hoy tengo que ir a por correspondencia. Otro día será.

—¿Irás caminando o prefieres ir en coche? —se ofreció.

—No, me vendrá bien caminar.

—¿Cómo va la pintura? —preguntó.

—Esquiva —le dije.

Fui testigo del crecimiento textil y de las exportaciones de la provincia cuando el arte y la realidad se transformaron en ideas silenciosas y peligrosas, murmuradas en las esquinas y las callejuelas. Pero ahí estaban, envueltas de significado sobre los cadáveres, en medio del dolor, lo inexpresable en palabras pero profundo en el mirar.Y aun con todo ello, las empresas alcanzaban una gran opulencia en la isla gracias a la importación de nuevos modelos de carrocería. Había tantos coches nuevos. Se podía elegir cualquiera, sin importar cuántos muertos hubiera al día. Se hablaba de la Mafia pero se negaba en público; a cualquiera, no importaba lo cercano. Si se quería ostentar un cargo político, se podía lograr gracias a la influencia de la Mafia. Por esa razón, muchas personas y familias visitaban la casa de Andrea donde se les atendía a todos con amabilidad. En ocasiones, esas reuniones duraban horas y, al final, todos salían con una sonrisa y comían alguna pasta acompañada con vino.

La violencia incrementó, incluso parpadear podía llevarte a la muerte. En la universidad, me exigieron un papeleo riguroso porque todo ciudadano italiano, consciente de la realidad, era un obstáculo para la burocracia y la corrupción. De ese modo, toda insti- tución de servicio público ralentizaba los procesos y el Estado debía pedir consejo a la Mafia para aceptar cualquier tipo de solicitud hecha meses atrás.

Los guiones que presentaba al departamento de teatro de la universidad pasaban por manos meticulosas y al final se censuraba el contenido. Reescribí la mayoría pero con dificultad llegaron a ser de gusto público. Frente al advenimiento del caos, era obvia la censura de cualquier creación artística. Los elogios se volvieron, con el tiempo, los mismos susurros silenciosos entre los bulevares.

Después de desayunar en casa de los Venturelli esa mañana, tomé el metro para llegar a mi apartamento. Temía lo que pudiese encontrar. Temía ser el objetivo de cualquiera. Y tal vez, como fruto de mi paranoia diaria, a las afueras de mi residencia alguien se interpuso en mi camino. El cielo de ese día parecía caerse a trozos, tonos grisáceos lo circundaban y me percaté demasiado tarde en que debí haber salido con un paraguas. Un señor con sombrero de ala corta chocó conmigo y supe de inmediato quién era, se trataba de uno de los subordinados de Venturelli. El hombre no pareció en lo absoluto sorprendido de haberse encontrado conmigo de improvisto. Me había seguido. No lo saludé. Ni siquiera recordaba su nombre. Divisé un automóvil gris a tan solo unos metros de distancia y vi al viejo, el de aquella vez, quien nos había recogido a Andrea y a mí en tantas ocasiones, bajarse del coche. Caminó con tranquilidad hasta mí y me ofreció un paraguas. El hombre del sombrero miró con complicidad al viejo y echó a andar calle arriba.

—Empezará a llover —dijo—. El señor Venturelli me pidió que lo recogiera.

Sin decir nada más, le acompañé hasta el auto y me senté en la parte de atrás con el paraguas entre las piernas. Las canas se dejaban ver bajo su sombrero. Unas prominentes arrugas asomaban bajo sus ojos. Todo el viaje se dedicó a observarme por el retrovisor. Su mirada curiosa no dejaba de perseguirme.

—¿Hacia dónde vamos? —pregunté. No siguió la dirección habitual hacia la casa de Andrea. Me removí incómodo en el asiento pero le sonreí y fingí indiferencia.

Marcello, 1920Where stories live. Discover now