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1. La Navidad nunca fue tan deprimente

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Todavía tenía las fotos de cuando íbamos juntos a la cafetería

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Todavía tenía las fotos de cuando íbamos juntos a la cafetería. Él se pedía siempre café negro y yo una malteada de vainilla. Oh, aún estaba esa que le tomé cuando probó mi malteada y se manchó la barba incipiente. Por cosas como esas le gustaba más el café simple. También tenía recuerdos de cuando lo acompañaba a verlo en las luchas deportivas de la escuela... Por Dios Santo, ¿tantas fotos le tomaba cuando era su turno?

Y allí estaban las condenadas, las prohibidas, las que me provocaban un torbellino de emociones al ver ahora. Fui pasando las fotografías viejas hasta que el coche se detuvo y alcé la mirada.

La casa de los Foster siempre había sido hermosa, grande, luminosa... pero ahora todo me parecía triste y aburrido y pocas ganas tenía yo de La Fiesta de Navidad Vecinal que siempre me había puesto emocionada.

Papá se revolvió en su asiento y me miró sobre su hombro. Estuvo a punto de decir algo cuando noté que bajó un poco la mirada. Yo todavía tenía una foto en el móvil de Joan recostado a mi lado, y estaba sin camiseta. Apagué la pantalla como pude.

—Vamos, Maia, es Noche Buena —intentó animarme. Vaya mierda de intento.

—Hoy es una noche para olvidarse de todo y disfrutar de la familia y los amigos —añadió mamá, mientras se retocaba el labial en el espejito del auto—. Hagamos un esfuerzo y disfrutemos, ¡que será Navidad!

Tiara, mi hermanita de diez años, me miraba de soslayo. Ella, como todos en este coche, sabía que lo que estaban diciendo papá y mamá era por mí. Todos sabían que había terminado con Joan. Gritar y llorar un día y medio en mi habitación fue la prueba suficiente.

—Los vecinos, querrás decir —le corregí a mamá sin muchas ganas de hablar bien claro.

—Ya, Maia, siempre te han gustado las reuniones con los vecinos. Cambia esa cara y trata de pasarla bien.

Lo dudé. Mientras ellos abrían las puertas, yo levanté el teléfono para usarlo de espejo: sí, definitivamente había tenido la misma cara amargada y demacrada hace día y medio. Por lo menos ahora no tenía los ojos hinchados y el maquillaje me ayudaba un poco.

Papá me apuró para cerrar el auto y tuve que bajarme con todo el esfuerzo del mundo. No voy a mentirles, tenía ganas de echarme en el asiento trasero y seguir llorando todo lo que aún tenía por llorar.

Me acomodé el vestido corto, veraniego y lleno de flores y me encaminé por las piedritas que atravesaban el jardín de los Foster. Los vecinos siempre organizaban una fiesta de Noche Buena para todo el barrio; a veces le tocaba a una familia, a veces a otra. Esta noche repetíamos la casa de los Foster, que ya se habían ofrecido en varias ocasiones para celebrar en su hogar. La última vez que había pasado Navidad aquí fue cuando tenía unos trece años, y en ese entonces me había quedado maravillada con la casa.

Era grande, sí, pero no gigante. De todos modos, a mí casi cualquier construcción me parecía medianamente grande comparada con mi casa. Pero ésta era linda: tenía un piso de más, un jardín espacioso que la rodeaba y una piscina muy modesta en la parte trasera, que se rodeaba de flores y plantas. Tenía también unas ventanas tan largas y abiertas que desde antes de entrar ya podía espiar toda la gente que se encontraba dentro de esa sala de estar, comiendo bocadillos y bebiendo ponche desde temprano.

Una noche de viernes vengativaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora