Prólogo: La Sangre

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Noa tenía tres veranos cuando sintió por vez primera la atracción del acero templado.

Estaba en la cocina, que era la más grande de las dos habitaciones de la casa, viendo a su madre cortar en pedazos los gruesos tubérculos de la huerta y dejarlos caer en un enorme puchero humeante, suspendido sobre una hoguera alimentada con leña menuda que la niña recogía en la calle sin pavimentar. Volutas de vapor y humo de la madera mojada ascendían hacia el agujero abierto en el techo, que hacía las veces de chimenea, y eran muy blancas en contraste con el interior poco iluminado de la casa familiar, así que Noa las observaba absorta. Hacía frío, aunque no tanto como para que la paja del techo se congelase cuando el fuego estaba apagado y se descongelase al entrar en contacto con el humo caliente. Cuando eso ocurría, Noa trataba de capturar las relucientes gotitas plateadas con los dedos y se olvidaba de todo lo demás.

Pero aquel día no tenía más que las volutas de vapor, y empezaban a resultar aburridas. Tremendamente aburridas. Además, todos sus hermanos eran ya lo bastante mayores para trabajar en los campos del Señor con su padre, de tal modo que no tenía nadie con quién jugar, y sabía de sobra que provocar a su madre con cháchara infantil no era una gran idea.

Se sentó cerca del fuego con las piernas cruzadas y dejó escapar un largo suspiro, que extrañamente sonó a persona mayor. Desde luego, nada propio de una niña nacida hacía solo dos inviernos.

Noa tenía la misma apariencia zarrapastrosa que todos los siervos del Caballero Jêrome; pelo enredado, un par de tonos más oscuro que el de la mayoría, piel morena y ojos castaños, aunque quizá los de Noa fueran un poco más rasgados de lo habitual, y muy claros. Tenía las uñas cortas y sucias, y las líneas de la mano negras de suciedad encostrada. Su madre no la bañaba muy a menudo; en parte porque creía que el agua podría desgastarla, pero también para disimular la piel de Noa, bastante más oscura que la del resto de la gente. Por algún motivo que la niña desconocía, su madre sentía auténtico pánico a que los demás pensasen que Noa era distinta.

Aunque no lo era. Al menos, no tanto como para que nadie se fijase en ella.

-¡Noa! - gritó su madre de pronto, y la niña salió de su ensueño con un sobresalto.

-Dígame, madre – replicó con su vocecita infantil, mientras se ponía en pie de un salto.

-Voy a salir un momento.

-¿A dónde?

-¡No hagas preguntas impertinentes! – gritó su madre, dándole un fuerte empujón -. Vigila el puchero, si empieza a oler mal, sácalo.

-Madre, es muy grande...

Pero la mujer ya salía por la puerta de la casa, sin escuchar la voz angustiada de su hija menor. Noa suspiró y se acercó al humeante puchero, decidida a no dejar que se quemase la comida de la familia. No temía los golpes de su madre, pero sí pasar hambre. Ya pasaba bastante.

Fue entonces cuando se fijó en el cuchillo de su madre, que estaba cuidadosamente apoyado en el taburete de madera sin pulir.

Era un objeto impropio de una aldeana, un cuchillo de acero templado, muy afilado, con un mango de hueso bien trabajado y tallado con intrincadas espirales. Se preguntó dónde lo habría robado su madre, pues desde luego no podría comprar algo así.

El brillo del acero era tan seductor...

Sin pensarlo muy bien, aferró el cuchillo por el mango, sujetándolo como si realmente supiese blandirlo. Dibujó figuras en el aire con él; ensartó a enemigos imaginarios y luchó en mil batallas que realmente nunca ocurrirían. El puchero empezó a humear y a oler a quemado, pero Noa no se percató de ello. Era una legendaria guerrera de tres años.

-¡Noa! – gritó su madre en la puerta. La niña se dio la vuelta y la miró, asustada, aferrando con más fuerza el cuchillo. De pronto, sin saber por qué, alzó el antebrazo izquierdo y se hizo un corte en la cara interna, donde la piel era más blanca.

Su madre se aferró al desconchado marco de la puerta, temblando.

La niña temblaba de puro placer, con los ojos entrecerrados, sintiendo aún el helado mordisco del acero en la piel, mientras la sangre se deslizaba perezosamente brazo abajo, como un reguero de rubí.

-Noa... - gimió la mujer, desde la puerta. Noa la miró con unos ojos rasgados y ardientes, unos ojos que de repente parecían tener muy poco de humanos.

* * *

-¡Lárgate!

Alejandro levantó la mirada del polvo al que lo acababan de arrojar, para mirar fijamente a los ojos de su agresor, un posadero gordo que jamás había pasado hambre.

-No queremos ladronzuelos en la posada, y menos aún pordioseros mendigos y bastardos. Si no fuera porque ni siquiera tienes la dignidad suficiente para eso, diría que incluso llevas sangre de Luna.

Un coro de carcajadas respondió a las palabras del posadero, mientras Alejandro se ponía en pie, tembloroso y enfurecido.

-No soy un pordiosero, y menos un mendigo – susurró, en un tono lo bastante alto como para que todos lo escuchasen.

-¿Y un bastardo? – continuó el posadero, envalentonado. Meterse con un chico indefenso no era algo que hubiera hecho cualquier otro día, pero aquel día había bebido y discutido con su mujer. El crío estaba vivo, y solo era un indigente. Su hijo estaba muerto -. Eres un zarrapastroso bastardo hijo de alguna ramera, ¿no es así? Los niños de las putas no deberían vivir con las personas normales.

Las mejillas de Alejandro se encendieron de rabia, pero no dijo nada. Se dio la vuelta para irse, pero entonces recibió una patada en la espalda.

-¡Lárgate, bastardo!

Aterrizó sobre el polvo dándose un golpe mucho más fuerte de lo que esperaba. Se tocó con la lengua los labios tumefactos, y notó el sabor de la sangre. La rabia prendía en su interior como una tea.

Pero solo era un niño. Apenas tenía siete veranos. Y no tenía a nadie.

Rápido como un gato callejero, se puso en pie y se escabulló corriendo.

-¡Bastardo, hijo de puta!

Las palabras lo persiguieron durante toda su carrera.

"Si no fuera porque ni siquiera tienes la dignidad suficiente para eso, diría que incluso llevas sangre de Luna."

Dignidad. No era necesaria dignidad para que por tus venas corriera sangre de Luna, como bien sabía él. Sólo mala suerte. Muy mala suerte.

Azimut: La Segunda Guerra de los AstrosWhere stories live. Discover now