Capítulo 3: Gregori Hastur

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La madrugada siguiente, me resultó molesta la inquietud por la mujer misteriosa. Había tanto que no comprendía, y no habían respuestas que aludieran a una explicación. Eso de ladrona de almas era lisa y llanamente intrigante, e incluso perverso. No sólo eso, le había perdonado la vida a Katarina, cuando ella se enfrentó en un duelo a muerte. Tenía esa incógnita, y su solución se había vuelto esencial para mi conciencia. Todo me resultó un condenado fastidio: desde su rostro tan recordable, hasta mi posición de absoluta impotencia. Ahri, ¡la desgraciada me tenía loco!

***

Los primeros rayos de luz se asomaron por el cadavérico castillo noxiano, y la ciudad solo era un cementerio sin lápidas. El pueblo resguardado, las calles vacías, el ruido enmudecido. Los callejones laberínticos y sumidos en oscuridad parecían hallarse inhóspitos. El silencio delataba el sonido de las ratas engullendo porquerías, y me hacía sentir el último hombre en la capital.

Sin embargo, sabía cuál era mi motivo ahí: la última misión que me había encomendado el general Du Couteau antes de desaparecer del Castillo Real. Ya solo formaba parte de la historia noxiana como un fiel servidor a su patria, y no planeaba desobedecer las órdenes de un héroe, ni cortar mi lazo de fidelidad con él.

Un par de minuciosas zancadas de zapatos negros fueron el recorrido de mi víctima. Era el tipo de persona que le fascinaba a mi navaja: tan sofisticado y con una notoria escasez de masculinidad. Detrás de él, escondido entre las sombras, se hallaba su futuro asesino. Evalué la situación: ningún testigo, pero pocos sospechosos; mi único delator era el silencio, que me obligaba a actuar mucho más precavido. No podía permitir un grito de dolor, ni mucho menos una persecución. Tendría que ser una muerte rápida y eficaz, sin ningún error.

Esperé una distracción para avanzar. El aullido de un ave en pleno vuelo, una ráfaga de viento, o incluso una moneda en el suelo. Fue, extrañamente, una rata la que la generó. Había salido de la grieta de una casa para cruzarse hasta la acumulación de residuos de un restaurante. Entonces, en ese trascendental instante, acabé justo detrás suyo. Su tranquilidad me causaba gracia: caminaba tan sereno, sin saber que su verdugo se hallaba a la par de su sombra.

Amarré su boca con mi mano, al tiempo que el gélido metal afilado se enterraba en un costado de su abdomen. La sensación fue exquisita: el intento de forcejeo, su desesperado gemido de auxilio, y el crujir de su piel al contacto de la navaja.

—No te permitas ser...cómplice d-de su maldita corrupción— dijo, antes de desplomarse.

El cadáver cayó en el empedrado como una bolsa cargada de papas. El hombre había muerto con un semblante de espanto, con los ojos bien abiertos y los labios secos del susto, ¿quién era ese tipo?¿a quién me había encomendado asesinar?

—Descansa en paz— recité cerrándole los párpados.

Le dediqué una última mirada atiborrada de confusión antes de marcharme. Divisé la punta de un retrato que se asomaba por el bolsillo de su chaleco, y no dudé en tomarla. Era el fiel dibujo de una familia que tenía de anfitrión a un hombre robusto y que vestía una prenda inapropiada para su talla. La esposa lo abrazaba con un semblante simpático, como si todo fuese una gran mentira. A su izquierda, una niña pequeña con rasgos demacrados y una sonrisa forzada. El padre era el hombre que había asesinado, sólo que hacía un par de años. Froté mi frente con la yema de mis dedos, ¿a quién había matado? En el revés de la fotografía había una firma. Gregori Hastur, refería como única reseña. Mi única pista, mi única base para comenzar una hipótesis.

«Ahora también detective, ¿eh?» pensé con una mueca de desagrado «Deberían ascenderme por éstas estupideces».

Reflexioné si sería correcto deshacerme del cuerpo, aunque sabía que la justicia estaba corrompida por militares comprados y guardias mediocres. Sin embargo, una duda como esa podía deshilar todo mi justificación que creía racional. ¿Y si me inculpaban? Tendría a los generales a mi favor, pero quizás no les beneficiaría amparar al asesino ante la prensa del pueblo, quizás si lo hacían perderían su apoyo y sería mucho más fácil que un golpe de estado se avecinase. No quise seguir pensando, y sentencié que debía eliminar las evidencias para evadir una polémica por el cadáver en la calle. Lo alcé a la altura de mi hombro: era un hombre que resultaba difícil de cargar, pesaba dos o incluso tres veces más que mi propio cuerpo. Tenía que llevarlo a las afueras de la ciudad y desecharlo allí. Estaba con el límite de tiempo para evitar ser visto por alguien que no sea parte de la guardia noxiana; por suerte, ellos no eran un problema.

***

Lo arrojé al suelo, y rodó hasta que el tronco de un árbol detuvo su marcha. Mi hombro se encontraba chorreado de sangre: había sido un largo camino con el cuerpo a cuestas. Masajeé mi músculo resentido, y dejé escapar mis preocupaciones en un leve suspiro. Apestaba a cadáver podrido, como si realmente me hubiera muerto. El hedor se había impregnado en mi ropa, y la cuchilla estaba jaspeada por la sangre de ese hombre. Parecía lo que mi profesión me hacía: un cruento asesino.

De repente, allí estaba. Recostada sobre sus propias colas de zorro, e intentando descubrir de dónde provenía los ruidos que yo había causado al arrojar el cadáver. Ese semblante de confusión, con el entrecejo fruncido y una mirada risueña, me aniquilaron. ¿Por qué me atraía tanto esa maldita zorra?¿por qué mis defensas caían al suelo cuando la veía? Por un instante, me sentí un idiota. Ella me vio, y se quedó analizando mi silueta.

—Tú de nuevo...— recité con hiriente sarcasmo.

Dirigió su vista a las cuchillas que guardaba en mi traje, y escondió su primera impresión de espanto en una sonrisa pícara. Realmente era buena mintiendo.

—Estamos traviesos, ¿eh?— dijo.

La Rebelión (Ahri x Talon) League of Lengends ©Where stories live. Discover now