Primer cuaderno, quinta parte

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Nunca fueron las miradas de los demás la razón de mi inseguridad, mi única frustración era observarme al espejo. Le vi apretar uno de los botones de su abrigo para cerrarlo. Desvió la mirada y mi existencia dejó de importarle. El resto del camino no volvió a mirarme.

El automóvil me dejó frente a la universidad.

No volví a ver a Andrea en los pasillos. Tampoco lo encontré a las afueras fumando.Volvió a llover, la lluvia me recordó a él. Fumé en una de las mesas cerca del jardín trasero de la universidad. Llevaba conmigo la agenda de presentaciones del siguiente mes. Me acompañó una joven entusiasmada con la nueva reforma para actos artísticos. Se había proclamado urgente la presentación de obras patrióticas, donde los hombres justos ganan sobre la corrupción, donde el valor del país es realzado.

La belleza siempre queda atrás, lo supe de inmediato. El hombre procura maravillarse de su existencia y de su nacionalidad por encima de cualquier otra cosa. Se alza sobre los escombros para autoproclamarse conocedor y dueño de la verdad.

Sin saber nada de Andrea durante días, mis visitas a prostíbulos y a bares fueron más frecuentes. Pasaba horas, entre conversaciones y risas, con extraños en bares. La vida era más fácil así, incluso más divertida. Las mujeres no se hacían esperar y, al ser conscientes de mi soledad y de mi particular olor, ellas me reconocían con maternidad, no podían negarme su amor y su calidez; como nadie puede negarle afecto a un muerto.

La casa de los Venturelli se cerró para mí. Cuando intenté comunicarme con Andrea solo recibí evasivas, palabras cortantes, nada más. El sol dejó de ser caliente y picante, la vida se volvió más fría. Me enfrasqué en el trabajo; nunca me había sentido tan comprensivo con mi padre como en ese momento, comprobé cómo el dolor deja de sentirse unas cuantas horas para volver impetuoso después.

Una mañana, recibí respuesta de Andrea. Me invitó a pasar una larga temporada en su casa, alejado de la universidad y alejado, por supuesto, de otros compromisos.

—Será por un tiempo. Dos semanas, como mucho. Mi madre pregunta por ti de manera constante, así que decidió acomodarte en una de las habitaciones para invitados. Te quiero cerca de mí durante este tiempo.

Habló como si yo fuera su salvación. Volví a cuestionarme las razones de nuestra amistad.

—Oh vamos, Salvatore. Solo será un fin de semana. Veré qué puedo hacer. Hablaré con el director para que sea más sencillo que te hospedes aquí. De todas formas, has trabajado durante estos días, ¿no? Sé que habrás dejado la agenda al día.

La respuesta a eso era un sí, pero me negué a decírselo. Él no hizo caso de ninguna excusa. Colgó, no sin antes dejarme claro cuánto me esperaba. Yo volví a enfrascarme en el trabajo. Empaqué todo lo que necesitaba esa mañana y logré que cupiese en una sola maleta de viaje. Caminé por mi departamento, miraba todo y lo extrañaba aun sin haberme ido. Seguía polvoriento, con los desperdicios del óleo por doquier. Para mí, nunca antes lució mejor.

Contacté con urgencia, por medio de una carta, a la Organización. Aunque se me olvidara, yo era vigilado de manera constante. Dentro de la carta especifiqué el viaje a la casa de Andrea durante una temporada. No necesitaba escribir ningún otro tipo de información. Dejé el informe y me bañé. Me limpié el rostro y me corté el cabello.

Vi un manchón negro en la cerámica del piso del baño, del cual nunca antes me había percatado.

Visité una barbería para lucir mejor y mientras me miraba al espejo, comprobé tener esa tez pálida anodina. Fumé, de manera compulsiva, apostado en la entrada de un restaurante y al final tomé la determinación de ir a la casa de Andrea.

Marcello, 1920Where stories live. Discover now