Capitulo 10

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Permanecí un tiempo en lo alto de la escalera, pero con el resultado de comprender en seguida que, cuando mi visitante se había ido, lo había hecho definitivamente; entonces regresé a mi cuarto. Lo primero que vi en él, a la luz vela que había dejado encendida, fue que la camita de Flora estaba vacía y ante esto me quedé sin aliento con todo el terror que cinco minutos antes había sido capaz de reprimir. Me lancé sobre el lugar donde la había dejado durmiendo y donde estaban desordenadas las sábanas y la colcha de seda y aparecían descuidadamente corridas las cortinas blancas. Luego, para mi indescriptible alivio, mis pasos despertaron una respuesta: percibí que se agitaba la cortina de la ventana y, en la parte exterior y con la cabeza agachada, surgió la niña. Estaba allí con todo su candor y tan pequeñita dentro de la camisa de dormir, con los sonrosados pies desnudos y el brillo dorado de sus tirabuzones. Parecía muy seria y yo nunca había tenido aquella sensación de estar perdiendo una ventaja ganada (con tan prodigioso estremecimiento) así como la conciencia de que me trataba con reproche. «Malvada. ¿Dónde ha ido?» En lugar de acusarla por su falta, me encontré siendo acusada y justificándome. Por su parte, ella se explicó con la más encantadora y vehemente sencillez. Estando acostada, de repente se había percatado de que yo había salido del dormitorio y se había levantado para saber qué me pasaba. Con la alegría de su reaparición me había dejado yo caer en el sillón, sintiéndome entonces, y sólo entonces, un poco mareada; y ella se había acercado a mí, se había arrojado sobre mis rodillas, dejando que la llama de la vela cayera de plano sobre su hermosa carita todavía sonrosada por el sueño. Recuerdo que cerré los ojos un instante, consciente y satisfecha, ante la excesiva belleza con que resplandecía su melancolía.

-¿Me buscabas por la ventana? -dije-. ¿Pensabas que podía estar paseándome por el parque?

-Bueno, ya sabe, pensé que había alguien...

Nunca había palidecido tanto como al sonreírme ahora.

¡Y cómo la miré entonces!

-¿Y has visto a alguien?

-¡Ah, no! -respondió casi con resentimiento, utilizando el privilegio de la incoherencia infantil, bien que con gran dulzura en la forma de balbucir su negativa.

En aquel momento, en mi estado de nervios, estaba completamente convencida de que mentía; y si volví a cerrar los ojos fue deslumbrada por las tres o cuatro posibles interpretaciones de los hechos.

Momentáneamente, una de ellas me tentó con tal intensidad que, para superarla, hube de apretar a mi pequeña con un espasmo que, asombrosamente, ella soportó sin un grito ni la menor muestra de temor. ¿Por qué no abrirse a ella en el acto y ponerlo todo al descubierto? ¿O lanzárselo a su carita adorable y radiante? «Mira, mira, tú sabes lo que haces y sospechas lo que yo opino; luego, ¿por qué no confesármelo francamente, de forma que por lo menos podamos vivir juntas con eso y quizás aprender, pese a la extravagancia de nuestro sino, dónde estamos y qué significa?» Esta tentativa se desvaneció, ay, del mismo modo como se me había ocurrido: si hubiera sucumbido de inmediato a ella, podría haberme ahorrado... en fin, ya se verá qué. En lugar de sucumbir, me puse en pie de nuevo, miré la cama de Flora e irremediablemente opté por un inútil término medio. -¿Por qué has corrido la cortina sobre la cabecera para hacerme creer que seguías dentro?
Flora pensó visiblemente; tras lo cual, con su divina sonrisa, dijo:

-¡Porque no quería asustarla!

-Pero si yo había salido, como tú creías...

Se negó absolutamente a dejarse embrollar; dirigió la mirada hacia la llama de la vela, coma si la pregunta no tuviera importancia o, por lo menos, fuera tan impersonal como un trabalenguas.

-Pero, sabe -respondió con absoluta corrección-, podía volver, querida, ¡y eso es lo que ha hecho!

Y al poco, cuando estuvo en la cama y conmigo a su lado, cogiéndole la mano largo rato, tuve que demostrar que reconocía la oportunidad de haber regresado.
Es fácil imaginar cómo transcurrieron mis noches a partir de aquélla. Repetidas veces permanecí en vela hasta perder la noción de la hora; cuando creía que mi compañerita de habitación dormía con toda seguridad, me escapaba a dar silenciosos paseos por el pasillo e incluso avanzaba hasta donde había encontrado a Quint la última vez. Pero nunca volví a encontrarlo en aquel sitio; y ya podría decir que nunca volví a verlo dentro de la casa. Por otra parte precisamente en la escalera malogré otra aventura distinta. Mirando hacia la planta baja, reconocí en una ocasión la presencia de una mujer sentada en los escalones inferiores, dándome la espalda, con el cuerpo semidoblado y la cabeza entre las manos, en actitud pesarosa. Sin embargo, sólo llevaba allí unos instantes cuando se desvaneció sin volverme la cara. Pese a lo cual, supe exactamente cómo era la pavorosa cara que hubiera mostrado; y me pregunté si, de haber estado abajo en lugar de arriba, habría tenido la misma serenidad para ascender que poco antes había demostrado delante de Quint. En fin, que no faltaron ocasiones para templar los nervios. La undécima noche después de mi postrer encuentro con aquel caballero -ahora las numeraba-, ocurrió un incidente que realmente, por su carácter inesperado, fue el que más me impresionó. Ocurrió precisamente la primera noche de esta serie en que, preocupada por vigilar, había tenido la sensación de que de nuevo podía acostarme, sin pecar de dejadez, según mi antiguo horario. En seguida me dormí, hasta la una, como luego supe; pero cuando desperté fue para sentarme derecha, tan despabilada como si una mano me hubiese abofeteado. Había dejado una luz encendida, pero estaba apagada, y al instante tuve la certidumbre de que había sido Flora quien la había apagado. Eso me hizo ponerme en pie y dirigirme a su cama, en medio de la oscuridad, que encontré vacía. Una mirada a la ventana me iluminó algo más y la cerilla que encendí completó el cuadro.
La niña había vuelto a levantarse, esta vez apagando la candela, y de nuevo con objeto de observar o responder, se apretujaba detrás de los visillos y escudriñaba la noche. Que algo veía -la vez anterior me había felicitado de que no fuera así- lo demostraba el hecho de no distraerla mi nueva iluminación ni mi precipitación al ponerme las zapatillas y la bata. Escondida, protegida, absorta, sin duda descansando en el antepecho -la ventana abría hacia el exterior-, estaba entregada. Una gran luna llena la ayudaba y eso pesó en mi rápida decisión. Ella estaba cara a cara con la aparición que habíamos encontrado en el lago y ahora mantenía la comunicación que entonces no le había sido posible. Por mi parte, de lo que yo tenía que ocuparme era de, sin interrumpirla, llegar por el pasillo a otra ventana de la misma fachada. Alcancé la puerta sin que me oyera; salí, la cerré y, desde el otro lado, escuché sus ruidos. En cuanto estuve en el pasillo mis ojos se clavaron en la puerta del hermano, que sólo estaba a unos diez pasos de distancia y que me reavivó de una forma indescriptible un extraño impulso que últimamente denominaba mi tentación. ¿Qué pasaría si fuese directamente a la ventana de él? ¿Qué si, arriesgándome a provocar su infantil atolondramiento al revelarle mis motivos, atajara el resto del misterio mediante una gran osadía? Este pensamiento me dominó hasta hacerme cruzar el umbral de su puerta y detenerme de nuevo. Inexplicablemente me quedé escuchando; me inventé una explicación del prodigio que podía estar sucediendo; me pregunté si también su cama estaría vacía y si también él observaría en secreto. Fue un instante profundo y silencioso tras el que me abandonaron las fuerzas. El estaba tranquilo, podía ser inocente; el riesgo era terrible; y retrocedí. Por el parque había una figura, una figura que merodeaba, el visitante con quien se relacionaba Flora, pero no el visitante más interesado por mi muchacho. De nuevo dudé, pero por otras razones y sólo unos segundos; luego tomé una decisión. En Bly había habitaciones vacías y sólo era cuestión de elegir la adecuada.
De pronto tuve la idea de que la adecuada era la situada en la planta baja -aunque algo elevada sobre el jardín- de la esquina de la casa a que me he referido con el nombre de la torre vieja.
Era una sala grande y cuadrada, dispuesta con cierto lujo como dormitorio, pero cuyo tamaño fuera de lo normal la hacía tan inadecuada que, pese a mantener la señora Grose un orden ejemplar, no se había utilizado en años. Muchas veces había entrado a verla y conocía el camino; luego de vacilar en el primer contacto con las frías tinieblas del abandono, sólo tuve que atravesarla y abrir, lo más silenciosamente posible, uno de los postigos. Hecho esto, descubrí el cristal sin hacer ruido, pegué la cara y, no siendo la oscuridad mucho menor que en el interior, comprobé que había acertado con el emplazamiento. Luego vi algo más. La luna hacía que la noche fuera extraordinariamente penetrable y me permitió ver a una persona en el prado, desvaída por la distancia, que no se movía y que, como fascinada, miraba hacia donde yo me había asomado. Es decir, no tanto hacia mí como hacia algo situado ligeramente por encima de mí. Sin duda, había otra persona arriba, en la torre; pero quien estaba en el prado no tenía nada que ver con lo que yo había imaginado y a cuyo encuentro me había apresurado a dirigirme. Quien estaba en el prado -me sentí mal al darme cuenta- era el pobre y pequeño Miles en persona.


HENRY JAMES 
  
 OTRA VUELTA DE TUERCA 
  
 (The Turn of the Screw, 1898)Where stories live. Discover now