~⑨~

0 0 0
                                        

~𝑯𝒐𝒈𝒂𝒓 𝑷𝒂𝒓𝒂 𝒓𝒆𝒇𝒖𝒈𝒊𝒂𝒅𝒐𝒔 ~

El sendero se estrechaba a medida que el bosque se hacía más espeso. Las ramas colgaban bajas, algunas rozando el cabello de Maddy, otras crujían bajo sus pasos. Bill caminaba unos metros adelante, en silencio. Ya no tenía esa tensión en los hombros que arrastraba desde el mercado. A cada paso, parecía más en su lugar.

—¿Falta mucho? —preguntó Maddy, cuando la incomodidad del silencio le ganó al cansancio.

—No. Ya casi.

El bosque se abrió de pronto, como si se apartara para revelar la casa. No era grande. De madera oscura, tejado inclinado y ventanas de vidrio opaco. Había ropa tendida en sogas que cruzaban el patio, una bicicleta sin ruedas apoyada contra la pared, y un banco roto al pie de la galería.

No era bonita. Pero era vivida.

—¿Acá vivís?

—Cuando no estoy en otra parte, sí.

Bill empujó la puerta sin llamar. Un aroma espeso salió a su encuentro: leña, sopa, humedad, algo agrio que venía de la cocina. El interior estaba cálido y en desorden. Paredes cubiertas de mapas viejos, libros desparramados, un sillón hundido por el uso, dos gatos dormidos sobre una manta.

Apenas entraron, una voz aguda gritó desde el fondo:

—¡Volviste!

Una chica apareció corriendo desde el pasillo. Tendría unos quince. Pelo oscuro, suelto y desprolijo, medias desiguales y un cuaderno en la mano. Se frenó en seco al ver a Maddy.

—¿Y ella?

—Se llama Maddy —dijo Bill, mientras dejaba su bolso junto a la puerta.

—¿Es amiga tuya? ¿De verdad? ¿Te cae bien? ¿Se queda?

Bill levantó una ceja.

—No todas las preguntas al mismo tiempo, Lene.

La chica lo ignoró y se plantó frente a Maddy con los ojos bien abiertos.

—¿Dormís con los pies afuera de la sábana? ¿Te da miedo la oscuridad? ¿Te gusta el chocolate amargo?

Maddy parpadeó. No supo por dónde empezar.

—No sé…

—Bienvenida —dijo Lene, tomándole la mano—. Ya era hora de que apareciera otra chica en esta casa.

Desde la cocina, una voz grave interrumpió.

—¿Le estás arrancando el alma antes de que coma?

Era una mujer. Grande, de hombros anchos, el cabello recogido en una trenza gruesa que caía por la espalda. Estaba cortando verduras sobre una tabla manchada. No miró a Maddy, pero su presencia llenaba el espacio.

—¿Qué le pasó? ¿Está herida?

—Está cansada —respondió Bill—. Y hambrienta.

—Entonces que se siente. Hay sopa.

Maddy dudó. No sabía si decir gracias o quedarse de pie.

—Ella es Zamira —dijo Lene—. No parece simpática, pero te deja repetir si lavás tu plato.

El comedor era una mesa larga, con cuatro sillas desiguales. Dos chicos ya estaban sentados. Uno tenía el pelo recogido en un moño desprolijo, la cara cruzada por una cicatriz vieja y una expresión que no se decidía entre curiosidad y desconfianza. El otro era más reservado, con gafas redondas, los brazos cubiertos de anotaciones escritas a mano con tinta negra. Tenía una taza entre las manos, y la sostenía como si le diera paz.

—Ella es Maddy —dijo Bill, sentándose frente a ellos.

—¿Sabe cocinar? —preguntó el de la cicatriz.

—No estoy segura —respondió Maddy—. Pero sé comer sin hablar con la boca llena.

Lene se rió. El chico también, con una sonrisa que apenas se insinuó.

Zamira sirvió sopa sin decir una palabra. Pan caliente, cortado a mano. Había algo reconfortante en el desorden del momento. Como si esa gente, a pesar de las diferencias, supiera compartir la mesa.

Maddy se dio cuenta de que nadie hablaba mucho, pero se entendían igual. Uno pasaba el agua sin que se lo pidieran. Otro servía más pan en el plato de al lado. Lene hablaba de todo y de nada. Riel —el de las gafas— escuchaba más de lo que decía. Nero, el de la cicatriz, soltaba comentarios secos, pero no eran hostiles.

Después de comer, Lene llevó a Maddy a una habitación pequeña con un colchón limpio y una manta doblada.

—Si escuchás ruidos raros, no entres al pasillo del fondo. Es de Riel. Y a veces… hace experimentos raros.

—¿Peligrosos?

—No. Pero huelen horrible.

Maddy dejó su bolso en el piso y se sentó en el colchón. La manta olía a jabón. Nada más. No sabía por qué, pero eso le hizo bien.

Cuando volvió al salón, Bill estaba frente a la chimenea, con una taza de té en las manos. Le hizo un gesto con la cabeza, y Maddy se sentó a su lado.

El fuego crepitaba despacio. La casa estaba en silencio.

—¿Viviste siempre acá?

Bill negó con la cabeza.

—Casi nadie de esta casa es de acá. Llegamos por distintas razones. Algunos huyendo. Otros... buscando algo.

—¿Vos qué buscabas?

—Silencio. Y un lugar donde nadie me preguntara qué había hecho antes.

Maddy asintió. Entendía más de lo que decía.

—Lene te quiere mucho.

—Sí. La conocí cuando tenía diez. Estaba sola. No hablaba con nadie. Un día me siguió durante una patrulla. No dijo nada, solo caminó a mi lado. Cuando terminamos, me dijo que ahora yo era su hermano. Y nunca más lo discutimos.

—Se nota. Le gusta hacerte hablar.

—Lo intenta. Y a veces lo logra.

Hubo un momento de pausa. Maddy miró el fuego. Le gustaba ese tipo de silencio. No pesaba.

—¿Y vos? —preguntó él, girando un poco la cabeza hacia ella—. ¿Te gusta dormir con ruido o con todo en silencio?

Ella lo miró, confundida.

—¿Por qué?

—Curiosidad. Me molesta cuando alguien no duerme bien cerca mío.

—Prefiero un poco de ruido. El silencio total me pone nerviosa.

—Bien. Dormís cerca del taller entonces. Hay una máquina que nunca se apaga del todo.

—¿Vos?

—Con ruido. Siempre. El silencio me recuerda cosas que no quiero pensar.

Maddy tomó aire. Iba a decir algo más, pero no era necesario. Lo entendía.

—Gracias por traerme —dijo, bajito.

—Gracias por quedarte —respondió él, con la misma voz.

Y por primera vez, en medio de un lugar extraño, Maddy sintió que podía quedarse dormida sin miedo.

"Lost and Found in Time"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora