Buscando ayuda

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Intenté tomarle la mano un par de veces, pero cuando yo aproximaba la mía él retiraba la suya. Me sorprendió que fuera yo quien conducía; durante años —quizá desde el principio— era él quien elegía el volante. No por costumbre, ni por un primitivo machismo, sino porque siempre manifestaba sentir un goce sereno, casi metafísico, en el acto de conducir. Desde algún tiempo, sin embargo, esa costumbre se había invertido, y era yo quien guiaba. En el espejo retrovisor, nuestra hija descansaba en silencio.

- ¿Estás seguro? – Le pregunté

- Estoy seguro de que es lo mejor

Mis ideas no terminaban de acomodarse, había dejado pasar bastante tiempo, había ensayado soluciones diversas, quizá desesperadas, y, sin embargo, la que ahora se ofrecía ante mí me parecía pueril. Seguimos en silencio. Él miraba las luces dispersas de la ciudad como quien contempla con melancolía el reflejo de un lugar que ya no le pertenece.
Entonces lo vi arquear levemente las cejas, como si un recuerdo —o acaso una antigua certeza— regresara desde algún rincón remoto de la memoria.
Se volvió hacia mí con ese gesto entre irónico y grave que siempre precedía sus revelaciones.
Y entonces, casi como si hablara consigo mismo dijo:

- La doctora Martínez es la mejor, al menos eso dicen todos. Si hay alguien que puede ayudarte es ella. Además, ¿qué es lo peor que puede pasar? ¿Perder solo una hora?

Realmente no estaba segura. Valoraba, sin embargo, su entusiasmo —él siempre había sido así—, y por eso me limité a asentir, acaso con una cortesía escéptica. Entonces ocurrió lo que algunos llamarían coincidencia: un espacio vacío donde sería muy sencillo aparcar aguardaba justo frente a la puerta de la clínica. Lo tomé sin problemas, y preferí asimilarlo como un guiño positivo del destino.

- Vamos, te acompaño hasta la puerta – Me dijo

No emití palabra. Tomé el abrigo con la parsimonia de quien obedece un rito antiguo, envié un beso al aire hacia nuestra hija que aún dormía en el asiento trasero ajena a todo, y descendí del automóvil.
Él me acompañó hasta la puerta, pero por alguna razón mantuvo una distancia deliberada, como si el espacio entre nosotros fuese necesario.
Caminamos así, paralelos, pero no juntos, hasta el umbral. La despedida fue breve.

- ¡Vamos vamos! ¡Adiós entra ya! Este momento es para ti. Nosotros te estaremos a esperando.

Empujé la rechinante puerta y fui recibida por una recepcionista de edad indefinida, algo desalineada en su aspecto, pero dueña de una sonrisa hermosa. Había en su actitud una calidez sin artificio, como si estuviera acostumbrada a ofrecer una cálida acogida más que fría información. Me condujo por un pasillo, algo antiguo, pero bien mantenido y por sobre todo bien iluminado. Al final del trayecto me aguardaba la doctora Martínez, cuya sonrisa, extrañamente parecida a la de la recepcionista, me recibió con esa cortesía que no nace de las normas sino de la empatía.
Me presentó al grupo, que ya me esperaba. Lo supe no por palabras, sino por la silla vacía que me aguardaba en la rueda.
Los rostros que me miraban eran amables, atentos, pacientes.

- Bueno, soy la doctora Martínez y ésta parte sí es como se muestra en las películas, tienes que hacer una breve presentación ante el grupo. Entre todos nos ayudamos.

- Buenas noches a todos. Me llamo Gisella y no puedo aceptar que he perdido a mi esposo y a mi hija en un accidente. En frías noches de invierno como ésta todavía los veo......

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⏰ Última atualização: May 23 ⏰

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