CAPITULO II

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Quince meses después.

―Usted no padece enfermedad mental alguna, Alfredo. Tampoco es usted un pervertido, ni un maníaco ―repetía por enésima vez el doctor Velasco.

Alfredo Vega, sentado justo enfrente, no lo tenía tan claro por más que aquel psiquiatra que tanto le habían recomendado se reiterara en lo mismo una y otra vez, hasta la saciedad, en cada una de las dos consultas semanales a las que venía asistiendo desde hacía algo más de cinco meses, desde que el mundo lo engullera entero sin tan siquiera detenerse para masticarlo.

―Pues me comporto como tal ―aseguró Vega, azuzado por un sentimiento de culpabilidad que lo perseguía como si fuera su propia sombra.

El doctor meneó la cabeza, acarició sus largas barbas blancas y añadió:

―Lo que le ocurre a usted, Alfredo, es muy común en nuestra sociedad, mucho más de lo que usted se imagina. Mírelo desde otra perspectiva: ¡es usted un hombre afortunado, Alfredo! Siempre dispondrá de más variedad dónde elegir.

El doctor remató la gracia con una sonora carcajada que no fue secundada por su paciente. En ese momento, a Alfredo Vega le pareció que resultaba muy fácil ironizar sobre la vida de los demás cuando las consecuencias no se sufren en carne propia. Aquel psiquiatra de mirada porcina no acababa de satisfacerle del todo, pese a las abundantes y buenas referencias recibidas sobre él. Su aspecto físico, de apariencia similar a la de Papá Noel, encajaba a la perfección con las características que, desde niño, Alfredo Vega había atribuido a la bondad, pero aquella mirada pícara y escudriñadora desestabilizaba tal apreciación porque parecía inspeccionarlo todo como si, en vez de un psiquiatra, fuera un detective de Scotland Yard.

El doctor, al comprobar que la áspera ocurrencia no había obtenido respaldo alguno, se puso serio de nuevo y, entrelazando las manos encima de la mesa, prosiguió con la terapia:

―Usted me comentó que había mantenido una larga relación con una mujer.

Vega asintió.

―¿Cuánto tiempo duró ese noviazgo?

―Diez años.

El psiquiatra suspiró profundamente. Sin duda, le había parecido un periodo de tiempo demasiado prolongado como para que no quedaran secuelas.

―¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que esa relación tocó a su fin?

―Dos años.

―Y en todo ese tiempo... ¿no se sintió usted atraído por ninguna otra mujer?

Alfredo Vega necesitó tomarse un tiempo muerto antes de contestar pues, aunque tenía muy clara la respuesta, no encontraba las palabras adecuadas para expresarla. Últimamente, cada vez que escarbaba en el pozo de los recuerdos, en su garganta se acumulaban palabras de sabores varios: a reproche, a traición, a arrepentimiento, pero sobre todos ellos su boca degustaba el del amor herido. No obstante, finalmente consiguió discernir sentimientos y pronunciar la frase que más se ajustaba a la realidad.

―Por nadie más. Lo juro.

La escandalosa carcajada del psiquiatra sacudió las paredes de la sala. Después, el doctor comprobó la hora y sonrió con la misma calidez de un invierno ártico.

―¡Qué rápido se pasa el tiempo con usted, Alfredo! Ya es la hora. Ya hemos terminado la terapia. Por cierto... ¿ha tomado en consideración los consejos que le di en la última consulta respecto a retomar su actividad laboral?

―En absoluto.

―¿Puedo saber el motivo?

―Esperaré hasta que me vuelvan a admitir en la policía.

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