Capítulo 14. Empezar de cero

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Mi padre me recibió con los brazos abiertos cuando un día de la nada llegué a la casa que compartía con su nueva esposa Camila, y me acunó en su pecho, como si, en lugar de 26 años, volviese a tener 6 y lo necesitaba para que espantara los monstruos.

Ambos fueron muy comprensivos y me cedieron un espacio en su vivienda mientras ponía en orden mi vida. Aproveché de ayudarles con quehaceres de la casa, pasar tiempo con mi media hermana pequeña, Valeria, de solo 5 años y visitar a mi hermano Pablo, que se había instalado con su familia cerca de allí.

Aclaré las cosas con Daniel. Le expliqué mi situación y aunque me rompió el corazón oírlo llorar al teléfono, me sentí mal por hacerlo de esta forma. No tenía alternativas, estábamos en países diferentes y no podía dejar pasar más tiempo.

Sé que lo superará. No hay ningún corazón que esté tan roto como para no ser reparado.

Una tarde, mientas bebía chocolate caliente en el patio trasero de la casa, mientras llovía a cántaros como era costumbre en esta ciudad, mi padre llegó de su trabajo y se acercó a mí, con una taza de café en sus manos.

—¿Qué pasa pajarillo? —preguntó, mientras se acomodaba a mi lado. Se quejó levemente de un dolor en la rodilla, pero aun en sus 50, se veía muy joven.

—No me gusta la lluvia —respondí, mirándolo con una sonrisa—. Pero no puedo evitar quedarme en silencio viendo como cae sin parar.

—Te acostumbras después de un tiempo.

Tal vez tenía razón, pero yo amaba el buen clima, el cielo despejado y el sol brillando en lo alto. Quizás mi destino siempre fue hacer mi vida en un lugar diferente.

—Algo te preocupa —insistió, dándome un abrazo—. Algo además de la lluvia, quiero decir.

—Puede ser —dije, sonriendo mientras me llevaba la taza a los labios—. ¿Crees que mi madre hubiese estado orgullosa de mí? ¿De la vida que tengo hasta ahora?

—¿Por qué piensas eso, hija?

—No lo sé. Creo que tuve la oportunidad de tener una vida perfecta y lo dejé atrás solo por estar media perdida. Y aún sigo aquí, sin saber qué quiero hacer.

—Hija... —Me dio unas palmadas en el hombro y suspiró. Con algo de esfuerzo se levantó y entró a la casa, dejándome con mis pensamientos divagando. Al rato, regresó cargando uno de los cuadros de mi madre—. ¿Hace cuanto no ves uno de estos?

—¡Mucho tiempo! —exclamé con ilusión, al volver a tener algo de ella en mis manos—. Antes solía verlos todo el tiempo.

—Pajarillo, tu madre amaba pintar esos cuadros y luego dejarlos tirados en cualquier parte. Ella pintaba porque le hacía feliz, por nada más.

—Sí, siempre consideré un desperdicio de su talento que nadie pudiera ver estas maravillas.

—Pero a ella le hacía feliz solo pintarlas. Aunque nadie pudiese verlas jamás, su sonrisa aparecía solo cuando tomaba un pincel.

Sus ojos se nublaron con un recuerdo que yo también tenía guardado. Mi madre, trazando arcos y líneas con pintura, mientras cantaba alguna canción de los Beatles en voz alta.

—Cantaba horrible —comenté con una risa.

—Sí, pero eso también la hacía feliz.

Me detuve un momento a observar la pintura. Sus trazos pasaban de ser delicados a bruscos según su estado de ánimo o la canción que estuviera oyendo. No porque la técnica lo requería así o porque se veía mejor.

Su pintura reflejaba sus más puras emociones.

—Tu madre siempre estuvo orgullosa de ti, pajarillo. Y estoy segura qué lo seguirá estando, mientras seas feliz.

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