Prólogo

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Algo de luz se colaba por los huecos de la persiana, creando esa atmósfera de intimidad, para dominar la oscuridad que reinaba en el cuarto. Me encontraba sobre la cama, yaciente sobre mi cadera y apoyando la cabeza en la mano, mientras le escuchaba hablar. Sinceramente, ni me estaba enterando. Hay veces que escucho a la gente hablar y sencillamente no me interesa; en otros casos, como en este, yo no sentía tener los conocimientos suficientes como para poder valorar y reflexionar sobre todo lo que él me decía. Tampoco tenía el tiempo para informarme, pues todo lo dedicaba a nuestros encuentros secretos y el trabajo que, obviamente, debía desempeñar para seguir subsistiendo económicamente.

Las sábanas, enroscadas a nuestros cuerpos, cubrían mi desnudez y la suya. Hacía ya rato que nuestra ropa, arrugada, se encontraba tirada en el suelo, junto a la cama, y no me hubiese importado en absoluto que permaneciese ahí por siempre. Yo misma me hubiese quedado allí, en esa misma postura, y mirando de aquella manera a sus ojos, por toda la eternidad.

Qué pena que no tuviésemos toda la eternidad. Por no tener, no teníamos ni éramos nada. Tan sólo un par de conocidos, de puertas para dentro, y prácticamente desconocidos para el resto del mundo. Pero cómo nos conocíamos. Y cómo seguíamos queriendo conocer más, el uno del otro.

Apoyaba la cabeza en su vientre y mirábamos al techo, salpicado por los puntos de luz que se forman a través de las rendijas de las persianas. Me hacían recordar las estrellas por la noche, tal y como se verían en una zona de campo abierto, lejos de la contaminación lumínica y los núcleos urbanos.

Siempre hablábamos de cosas que hacer en el futuro, las apuntábamos todas en una lista mental en la que nunca recordábamos qué habíamos pensado el día anterior. Pero qué importaba, si siempre se nos ocurrían nuevos planes que reemplazasen a los anteriores. A veces hay cosas que no hay que dejarlas por escrito, norma aplicable a prácticamente todos los aspectos de tu vida, recuerda.

Las horas pasaban increíblemente rápido a su lado. En un abrir y cerrar de ojos, ya había anochecido, y no hacía falta imaginarse las estrellas para verlas. Era entonces cuando me tocaba volver a vestirme, siendo las arrugas que se habían formado en la ropa lo que menos me molestaba, y salir de su apartamento para hacer como si hubiese pasado la tarde en cualquier lugar, menos allí.

Recogí mi bolso del suelo y, con el pintalabios rojo que había caído desde el bolsillo más exterior, me retoque los labios hasta que nadie pudiese imaginar lo que había sucedido con ellos tan solo unas horas antes; me recogí la media melena en una coleta estirada y tirante, un peinado infalible para ocultar los bad hair days. Tras comprobar que la máscara de pestañas seguía en su lugar, salí por la puerta. Bendito rimel waterproof del supermercado local, unas horas más tarde podría dar fé, y muchas gracias, por su eficacia.

Caminaba, pues todavía estaba en proceso de aprobar el examen del coche y, aunque yo consideraba ser una gran y prudente conductora, la DGT no parecía contemplarlo igual; a la tercera va la vencida, lo sé. No era tarde, pero tampoco era una zona comúnmente transitada, lo que me agradaba bastante. Era perfecta para entrar y salir sin que nadie se diese cuenta, sin que nadie se percatase de que no ibas tantas tardes al Starbucks a trabajar con el ordenador con un delicioso frapuccino de acompañamiento como hacías creer,  sino de que realmente acababas haciéndolo por la noche, tarde, y después de haber estado fuera del mapa por horas, con un hombre cuya identidad se ocultaba tras una incógnita tan grande como la respuesta a la pregunta de si sería capaz de compaginar esta situación con mis quehaceres laborales, cada vez más desfavorecidos por mis tendencias al descuido.

Hoy no era demasiado tarde, y estaba sola en el piso que compartía con una buena amiga, así que decidí cenar fuera para llegar directamente y acostarme. Escogí una pizzería no muy lejos de mi casa, en la que me fue servido un suculento plato de papardelle al pesto, que no tardé demasiado en devorar. Sostenía la copa de vino blanco con una mano, y con la otra el teléfono. Miraba los mensajes de WhatsApp que todavía no había leído, y justo en ese instante me entró uno nuevo; uno que no me esperaba para nada, y que probablemente me rompió más de lo que lo hizo la copa contra el suelo.

Él: No quería decírtelo así, pero no sabía cómo ibas a reaccionar. Me voy, no sé por cuanto tiempo, pero me voy. No vuelvas, pues ya no estaré. Hasta la próxima.

Yo no supe que responder, el camarero ya se estaba acercando a mi mesa y preguntándome si estaba bien, ofreciéndome otra copa, a la que aseguraba que invitaba la casa.

Yo, educadamente y con lo que parecía ser un intento de sonrisa, le dije que no. Que estaba bien, que sólo algo cansada y que había sido un desliz mío el dejar caer la copa, que no era necesario. Que me trajese la cuenta, por favor. No me sentía con fuerzas ni para deslizar la tarjeta de débito sobre el lector, pero tras varios intentos y ayuda por parte del camarero, finalmente lo conseguí.

Pagué, salí del restaurante y caminé, hasta que llegué al portal de mi casa donde, sin darme cuenta, me senté. Buscaba las llaves en el bolso, y tras un rato las encontré y conseguí abrir la puerta. El espejo del ascensor mostraba una pálida y fantasmal imagen de mí. Una mandíbula tensa y unos labios apretados, intentando contener la primera lágrima de las muchas que acabé derramando, cuando cerré la puerta y me apoyé en ella, hecha un ovillo y con mi gata en el regazo, que había venido a recibirme.

Sin duda, fue una de las peores noches de mi vida. Fue una en la que me dí cuenta de lo menospreciada que me había estado sintiendo durante tanto tiempo, en la que me arrepentí de haber confiado en el hombre de ojos pardos, en la que no pude hacer nada más que llorar de rabia, de pena, de impotencia y de rabia otra vez, y en la que me prometí que nadie volvería, jamás, a hacerme sentir tan miserable como lo había hecho entonces. Esa noche aprendí muchas lecciones.

Lo que pudimos ser y nunca fuimos.Where stories live. Discover now