Sométeme... utilízame... luego déjame...
Forzado a entrenar a un talentoso pero rebelde joven, Bruce Dangerfield se ve enfrascado en las dos tareas más difíciles de su vida.
Moldear a un joven a su imagen y semejanza tanto en el ring como en la cama...
Cuando Bruce hacía cien abdominales, el chico se encargaba de hacer ciento diez.
Cuando Zack saltaba la cuerda trescientas veces, Bruce se aseguraba de hacer trescientas una.
Cuando el chico se pavoneaba por el gimnasio sin camisa, Bruce se aseguraba de hacer lo mismo, de caminar con el mentón en alto y el pecho afuera, exhibiendo cuán superior era su cuerpo en cuestión de grosor y altura.
En una ocasión, Zack se dejó caer al suelo luego de golpear mil veces el saco de boxeo, Bruce golpeó el saco veinte veces más y guiñó un ojo en dirección al chico.
Y minutos más tarde Bruce colapsó luego de no poder levantar unas pesas particularmente grandes, pesas que Zack pudo levantar sin mayor esfuerzo.
Al terminar el entrenamiento, Zack sonrió, le guiñó el ojo y se fue.
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Bruce solo rodó los ojos.
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—Mocoso presumido —masculló cerrando el casillero.
Y aunque todos los días tenía la tensión arterial hasta el tope con ese niño y estaba seguro de que cada mañana encontraba nuevas canas en su barba... disfrutaba los entrenamientos con el chico, tener esa presión constante por superarse y no quedarse atrás añadía un nuevo sabor a los entrenamientos que no había experimentado en años.
De nuevo... maldita sea.
. . .
Zack cayó al suelo de espaldas.
Bruce se sacudió las manos.
—Suficiente entrenamiento por hoy —anunció—. Hora de descansar.
Zack suspiró en el suelo.
—¿Oh, estás bien Zack? —dijo el chico con sarcasmo seco—. ¿Cómo te sientes? ¿No te fracturé la espalda? Toma mi mano para ayudarte a levantarte.
—¿No quieres que te sirva helado y te masajee la espalda también? —Bruce gruñó.
—Hay un pequeño término que me gusta emplear, se llama empatía, seguro lo has escuchado.
