III. Unas cuantas lecciones

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Me levanté a la mañana siguiente con una sensación de esperanzada alegría, a
pesar de las desilusiones que ya había experimentado; pero descubrí que vestir a Mary Ann no era tarea fácil, pues había que untarle el abundante cabello con pomada, luego hacer tres largas trenzas y rematarlas con lazos de cinta, tarea que causó grandes dificultades a mis dedos inexpertos. Me dijo que su niñera lo hacía en la mitad de tiempo y, por culpa de su inquieta impaciencia, consiguió que tardase aún más.

Cuando ya lo hube hecho todo, fuimos al aula, donde me reuní con mi otro alumno y charlé con ambos hasta la hora de bajar a desayunar. Una vez concluida dicha comida y tras intercambiar unas palabras de cortesía con la señora Bloomfield, nos dirigimos de nuevo al aula, donde comenzamos la tarea del día. Encontré muy atrasados a mis alumnos; pero Tom, aunque contrario a cualquier tipo de ejercicio mental, no carecía de facultades. Mary Ann apenas sabía leer una palabra y era tan descuidada y distraída que no avancé mucho con ella. Sin embargo, a fuerza de grandes arrestos y mucha
paciencia, logré hacer alguna cosa a lo largo de la mañana, y después acompañé a mis jóvenes discípulos al jardín y al parque contiguo para disfrutar de un recreo antes de almorzar.
Allí nos fue bastante bien, excepto que me di cuenta de que ellos no pensaban que iban conmigo: era yo quien debía ir con ellos adonde quisieran llevarme. Debía correr, andar o estarme quieta exactamente según su capricho.
A mí me pareció que esto era el sentido inverso del orden de las cosas; y me resultaba doblemente desagradable ya que, tanto en esta ocasión como en otras posteriores, parecían preferir los lugares más sucios y las ocupaciones más lúgubres. Pero no había más remedio: o los seguía o me mantenía alejada de ellos, dando la impresión de descuidar mis responsabilidades. Hoy manifestaban una especial preferencia por un pozo que había al fondo del césped, donde estuvieron chapoteando con palos y guijarros durante más de media hora. Yo tenía un miedo constante de que los viese su madre por la ventana y me echase a mí la culpa por permitirles ensuciarse la ropa y mojarse las manos y los pies en vez de tomar ejercicio; pero ningún razonamiento, orden o ruego conseguía apartarlos de allí.
Si ella no los vio, sí los vio otra persona: un señor montado a caballo había entrado por la verja y se acercaba por el camino; a
unos pies de distancia, se detuvo y, gritando a los niños con un tono penetrante e
irascible, les ordenó mantenerse
«fuera de ese agua».

—Señorita Grey —dijo— (supongo que es usted la señorita Grey), me sorprende
que permita usted que se ensucien la ropa de esta manera. ¿No ve usted que la
señorita Bloomfield se ha manchado el vestido? ¿Y que los calcetines del señorito
Bloomfield están calados? ¡Y ninguno de los dos lleva guantes! ¡Vaya, vaya! Permítame
rogarle que en el futuro los mantenga usted decentes, por lo menos y con estas palabras se dio la vuelta y reanudó su cabalgata hasta la casa.

Este era el señor Bloomfield. Me sorprendió que llamara a sus hijos señorito y señorita
Bloomfield, y aún más que me hablara con tan poca cortesía a mí, su institutriz y una
persona totalmente desconocida para él. Poco después sonó la campan llamándonos.

Yo comí con los niños a la una, mientras que él y su esposa almorzaron en la misma mesa.

Su comportamiento allí no lo hizo mejorar mucho en mi estima. Era un hombre
de estatura normal, más por debajo que por encima, y más flaco que gordo,
aparentemente de entre treinta y cuarenta años; tenía la boca grande, un cutis pálido y deslucido, los ojos de un azul lechoso y el cabello del color del cáñamo. Tenía una
pierna de carnero delante; nos sirvió a la señora Bloomfield, a los niños y a mí,
pidiéndome que les cortara la carne a los niños y luego, tras dar varias vueltas al
carnero y examinarlo desde diferentes puntos, lo pronunció no apto para el consumo,
y pidió que le trajeran buey frío.

—¿Qué le pasa al carnero, querido? —preguntó su compañera.

—Está demasiado hecho. ¿No se da usted cuenta, señora Bloomfield, de que ha
perdido todo su gracia? ¿Y no ve usted que el jugo rojo se ha secado del todo?

—Bien, creo que el buey estará a su gusto.
Le pusieron el buey delante y él comenzó a trincharlo, pero con una expresión de
disgusto de lo más lastimoso.

—¿Qué le ocurre al buey, señor Bloomfield? Yo creía que estaba muy bueno.

—Y estaba muy bueno. No podría haber un trozo mejor, pero está totalmente
echado a perder —respondió él con tristeza.

—¿Cómo es eso?

—¡Que cómo! ¿Pero no ve usted cómo lo han cortado? ¡Válgame Dios, es una
vergüenza!

—Han debido de cortarlo mal en la cocina entonces, pues estoy segura de que yo
lo trinché perfectamente ayer aquí.

—Sin duda que lo han cortado mal en la cocina, los muy bestias. ¡Vaya, vaya!
¿Alguien ha visto un trozo de buey tan bueno tan completamente destrozado? Pero recuerde que, en el futuro, cuando un plato decente se retire de esta mesa, en la
cocina no deben ni tocarlo. Recuerde eso, señora Bloomfield.
A pesar del estado lastimoso del buey, el caballero consiguió cortarse algunas
tajadas apetitosas, parte de las cuales se comió en silencio. Cuando volvió a hablar, fue en un tono menos quejumbroso, para preguntar qué había para cenar.

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⏰ Last updated: Mar 26 ⏰

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Agnes Grey de Anne BrontëWhere stories live. Discover now