I. La rectoría

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En todas las historias verdaderas hay enseñanzas, aunque puede que en algunas nos cueste encontrar el tesoro, o cuando lo encontramos es en cantidad tan exigua
que el fruto tan seco y marchito apenas compensa el esfuerzo de romper la cáscara.

Si este es el caso de mi historia, no soy competente para juzgarlo; a veces creo que  puede resultar útil para algunos y entretenida para otros, pero que la juzgue el mundo:

protegida por mi oscuridad y por el transcurso de los años, no tengo miedo de
arriesgarme y expondré cándidamente ante el público cosas que no revelaría al amigo más íntimo.

Mi padre era un clérigo en el norte de Inglaterra, que se ganó el respeto de todos los que lo conocían, y en sus años de juventud vivió holgadamente de los emolumentos combinados de una pequeña prebenda y unos bienes propios.

Mi madre, que se casó con él en contra de los deseos de los suyos, era la hija de un
hacendado y una mujer de carácter. En vano le dijeron que, si se convertía en la
esposa del pobre rector, debía renunciar a tener carruaje propio y doncella personal y todos los lujos y finuras que eran para ella algo menos que lo esencial de la vida. Un
carruaje y una doncella personal eran grandes comodidades; pero, gracias a Dios, ella tenía pies para caminar y manos para atender a sus propias necesidades.
No eran desdeñables una casa elegante y un amplio jardín, pero ella preferiría vivir en una casucha con Richard Grey que en un palacio con cualquier otro hombre del mundo.

Viendo que sus argumentos no surtían ningún efecto, su padre finalmente dijo a
los enamorados que se casaran si querían, pero que si lo hacían, su hija perdería cada penique de su fortuna. Confiaba en que esto enfriaría el entusiasmo de la pareja; pero se equivocaba. Mi padre conocía de sobra lo mucho que valía mi madre, hasta el punto de darse cuenta de que era una fortuna valiosa por sí misma; y si ella consentía en adornar su humilde hogar, él estaría encantado de aceptarla bajo cualquier concepto. Ella, por su parte, prefería trabajar con sus propias manos que separarse del hombre al que amaba, cuya felicidad le encantaría procurar y que ya se fundía con ella en corazón y alma. De modo que su fortuna fue a engrosar la dote de una hermana más sensata, que se había casado con un ricachón, mientras que ella acabó enterrándose en la sencilla rectoría aldeana, para sorpresa y pesadumbre de todos aquellos que la conocían. Y sin embargo, a pesar de todo esto, y a pesar del fuerte carácter de mi madre y los caprichos de mi padre, creo que no se encontraría una pareja más feliz aunque se buscase por toda Inglaterra.

De seis hijos, mi hermana Mary y yo fuimos las únicas que sobrevivimos a los
peligros de la infancia y la adolescencia. Al ser yo cinco o seis años más joven, siempre se me consideraba la niña, la mimada de la familia; padre, madre y hermana se poníande acuerdo para consentirme todo, no con una necia indulgencia que me hiciera díscola e indisciplinada, sino con una incesante amabilidad que me hizo desvalida y dependiente, inepta para soportar los golpes de las preocupaciones y tribulaciones de la vida.

A Mary y a mí nos educaron en el más absoluto aislamiento. Mi madre, que era una mujer a la vez de muchos talentos, bien educada y trabajadora, se hizo cargo ella sola de nuestra educación, con excepción del latín, que se encargaba de enseñarnos mi padre, de modo que ni siquiera íbamos al colegio; y como no había gente de nuestro rango en los alrededores, nuestro único contacto con el mundo consistía en una solemne merienda con los más importantes agricultores y comerciantes de la zona de vez en cuando, para evitar que nos tildaran de demasiado orgullosos para asociarnos con nuestros vecinos, y una visita anual a casa de nuestro abuelo paterno, donde las unicas personas que veíamos eran este, nuestra querida abuela, una tía soltera y dos o tres damas y caballeros mayores.
A veces nos entretenía nuestra madre con historias y anécdotas de su juventud, las cuales, aunque nos divertían muchísimo, frecuentemente despertaban, por lo menos en mí, un vago deseo secreto de ver algo más del mundo.

Agnes Grey de Anne BrontëWhere stories live. Discover now