20/2/2023

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Me he despertado con tus ojos clavados en los míos. No recordaba que teníamos frente a la cama las fotos del día de nuestra boda. Colgadas en la pared, a la derecha hay un primer plano mío, a la izquierda, uno tuyo, y en el centro una de ambos. Dios, mi cara de bobo no tiene comparación con tu belleza. Tus ojos oscuros, como dos pozos negros, miran al espectador como si fuera lo más importante del mundo. Tu sonrisa pícara, elevando solo el lado derecho de la boca, sin mostrar los dientes, me remueve por dentro. Con el pelo castaño alrededor de tu cara redonda, preciosa, con decenas de pecas diminutas descansando sobre tu nariz y mejillas. Eras preciosa. Y lo eres, estés donde estés. No me he parado ni un minuto a mirar mi propio retrato, porque no quería perder ni un segundo de mi vida con mis ojos clavados en otra cosa que no fuera tu rostro.

Ahora estoy aquí, sentado en la cama, con una copa de vino malo en la mano mientras te miro por enésima vez en el día de hoy. Dios, en los dieciséis años que estuvimos casados no cambiaste nada. Alguna patilla de gallo adorable empezaba a aparecer en las comisuras de tus ojos, pero me habría gustado tener la oportunidad de haberla visto crecer más.

Hoy me he dedicado a limpiar la casa, de palmo a palmo. No he dejado ni un solo rincón, por miedo a perder cualquier recuerdo que me puede aportar este lugar de nuestros días pasados aquí. En la puerta parece que estén todavía nuestras huellas, del día que entramos por primera vez. Recuerdo que yo estaba algo receloso, porque este piso valía un dineral, y no veía del todo conveniente comprar una segunda residencia, teniendo todavía la hipoteca de la primera por terminar de pagar. <<El dinero está para aprovecharlo>> - me dijiste.- <<Habiéndonos gastado tanta pasta seguro que no dejamos de venir>>. En eso tenías razón. Fue pasar aquí un único fin de semana, y ya se convirtió en mi lugar favorito del universo, porque era en el que más cerca me sentía de ti.

Ese ha sido el primer recuerdo que me ha azotado, y aunque hace un año ya que no estás, las lágrimas me han abordado como entonces. La diferencia es que he aprendido a dejarlas fluir, a liberarlas. Tal vez allí donde estés puedes oír el repiqueteo de las gotitas en la mesa, en el suelo, o sobre mi ropa. No he podido soportar el dolor, y he abierto un vino que dejamos aquí la última vez que vinimos, las Navidades pasadas. Lo compramos para celebrar las fiestas, pero como tu padre nos regaló uno mejor (menos mal que aún hay entendidos en vinos) ni lo descorchamos.

Me he servido una copa, y he saboreado el dulce alcohol como si fuera ambrosía. He cerrado los ojos, y he sentido como si fueran tus labios, y no el vidrio de la botella, los que acariciaban los míos, después de haber bebido, frescos, con sabor a uva y embriaguez. Me encantaba beber contigo. Tus mejillas se sonrojaban tras dos sorbos, y no habías ni acabado la copa cuando empezabas a soltarte. Era divertido. Para qué me voy a engañar, estar contigo también era divertido cuando no bebías.

No sé cuánto tiempo he estado de pie, con la copa en la mano y los párpados cubriéndome la vista. Sintiendo tus labios. Cuando los he abierto, la sensación ha desaparecido junto al vino de la copa, así que ya no me quedaba ningún incentivo para seguir ahí parado sin ponerme a limpiar, solo pensando en ti. He cogido la escoba, y he barrido el polvo del suelo, y la tierra que traje ayer de la calle, que cubría todo el recibidor. Menos mal que el piso es pequeño, porque si ya así acumula una cantidad inhumana de porquería, no me imagino si tuviera unos cuantos metros cuadrados más. Hasta para eso tenías cabeza.

He seguido entonces en la cocina, y he empezado a pasar un trapo húmedo por los armarios. Al deslizar la mano, protegida por la tela que ya empezaba a estar inutilizable, sobre los muebles empotrados, han caído los restos de una cucaracha. He pegado un salto escandaloso. Yo, que nunca me sorprendo con estas cosas. Pero me ha hecho sonreír, porque me ha recordado a ti, y he sentido que una pequeña parte de ti sigue en mi interior.

Eran la una y media cuando he acabado con la cocina, bien a fondo, así como con la mitad de la botella de vino. No sé si me ha dado más hambre el movimiento rítmico de mis brazos al pasar la escoba, la fregona, o el trapo, o la actividad cerebral incesante que me ha supuesto el pensar en todos los recuerdos que hemos creado en esta casa.

Pero la sensación de vacío en el estómago no ha venido sola. Se ha acompañado de un olor dulce, cálido, avainillado. Me resultaba familiar. Pues claro que me resultaba familiar. Me he sentido avergonzado por tardar tanto en recordar el olor de tu famoso bizcocho. Tantas veces me lo preparaste, que son suficientes para explicar los diez quilos que gané durante el tiempo que estuvimos casados. Te alegraría saber, que ahora me veo como un figurín. Desde que te fuiste, es como si mi organismo rechazara cualquier tipo de alimento. Preferiría mil veces haber engordado cincuenta quilos más a base de tus pasteles, y soportar tu mirada de desaprobación, a esta sensación de haberme consumido no solo por fuera, sino también por dentro.

Después de muchos meses, el olor de tu especialidad culinaria parece que ha despertado mi centro regulador del hambre. Salivando como un perro famélico he mirado a todas partes, evidentemente, sin encontrar ni rastro del objeto de mi deseo. ¿Tal vez Lola está cocinando? He subido por las escaleras dando zancadas, y tras picar al timbre y esperar unos segundos, la diminuta anciana me ha abierto la puerta y me ha mirado, con las gafas empañadas y el delantal salpicado de harina. Mi corazón se ha deshinchado como un globo pinchado. En alguna diminuta parte de mi ser esperaba verte a ti, aunque sé que es imposible. Supongo que, de momento, soñar es gratis.

Ni siquiera me ha preguntado sobre el motivo de mi visita. Simplemente me ha invitado a pasar, con una sonrisa de par en par. Le he preguntado si estaba, tal vez, cocinando algo de repostería, y unos segundos después, ha sonado un temporizador, como si el mismo horno me hubiera contestado, y la anciana ha abierto la puerta de vidrio del mismo, para sacar, con cuidado, un delicioso bizcocho.

De pronto, como si despertara de un sueño, el olor que había percibido como a vainilla, se ha transformado en un aroma a chocolate intenso. Mi olfato se ha sentido ultrajado con el engaño, y parece ser que mi expresión facial ha sido acorde a la situación, porque Lola me ha preguntado: <<¿No te gustaba el bizcocho de chocolate? Lo he hecho para ti y para mi Nora>>. Sus ojos parecían decepcionados, mientras se distraía quitándose las gafas y desempañándolas. <<No es eso, por supuesto que me gusta su bizcocho de chocolate>>. -Me ha mirado, con una expresión inquisitiva, impulsándome a hablar.- <<Es solo que me había parecido oler su bizcocho de vainilla. No sé cómo he sido tan estúpido.>>. Su expresión se ha dulcificado, si es que podía ser más dulce todavía, y se ha sentado frente a mí. Ha sacado dos copas y nos ha servido algo de vino tinto. No le he dicho que ya había tomado una buena ración en casa.

Me ha explicado cómo cuando su marido falleció (ha sacado incluso una fotografía), a ella le parecía oler su colonia allá donde fuera. Me ha cogido, entonces, la mano entre sus dedos huesudos y fríos, y la ha apretado con fuerza, haciendo que se desvaneciera en mí cualquier duda sobre su capacidad de hacer las tareas más mecánicas como quitar la nieve o trabajar la tierra del jardín comunitario de la propiedad.

Al acabar la copa de vino, me ha preguntado si me quería quedar a comer, pero he rechazado amablemente, diciéndole que tenía mucha casa que limpiar todavía. Aunque posiblemente se olía que no era ese el motivo real, no ha insistido más, y me ha permitido marcharme. Nada más llegar a casa, una sensación de angustia que ya se había vuelto familiar, ha anidado en el centro de mi pecho, y se ha quedado ahí hasta este mismo momento, cuando escribo estas palabras.

Escribirte me libera. Siento que realmente hablo contigo. Y espero que así sea, aunque nunca reciba una respuesta.

No me he atrevido a abrir los armarios y enfrentarme a guardar tu ropa, o a hojear los álbumes de fotos que guardábamos aquí para cuando veníamos. Ni siquiera he echado un vistazo a los juegos de mesa que teníamos. Pero sé que tendré que enfrentarme a ello tarde o temprano. No es que nadie me lo pida (bueno, tal vez un poco mi psicóloga), pero siento que tengo que hacerlo. Que debo acabar de conectar contigo, con el duelo, a través de nuestras cosas.

Tal vez lo haga mañana. Ahora me quedaré unos minutos más, o tal vez horas, no lo sé, mirando tu rostro en la fotografía al frente de la cama. Parece que su sonrisa ha adquirido una actitud melancólica. Pero por supuesto, no ha cambiado nada. Al final, sé que mi percepción del exterior es un reflejo del entramado de emociones que componen mi estado actual, y todas ellas son tristes. Puede que sea eso, o tal vez está relacionado con el paradero actual de la botella de vino, ya vacía, en la basura.

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