XV. Diego

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A través de sus gafas de medialuna, la secretaria lo observaba con los ojos entrecerrados

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A través de sus gafas de medialuna, la secretaria lo observaba con los ojos entrecerrados. Diego nunca había sido una persona de muchas palabras, pero la mujer no tenía por qué saber eso y ahora estaba expectante por lo que pudiera decirle. El silencio se extendió tanto que la mujer tuvo tiempo para fijarse en su cuerpo, con la boca entreabierta. Le echó una mirada de arriba abajo y Diego fue consciente de cada cosa en la que ella se paraba: los tatuajes que se había visto obligado a hacerse, su ropa sobria y, por último, sus bíceps, consecuencia de varios años de gimnasio. Nunca se acostumbraría a ser observado con suspicacia, pero debía fingir si quería conseguir sus objetivos. Matar o morir, esa era la regla de la cárcel. Si no eras un delincuente cuando entrabas en ella, saldrías tan reforzado que terminarías por parecerte a uno. O no saldrías en absoluto.

—He venido a ver a tu jefa —acabó por decirle a la secretaria.

La mujer pegó un respingo. No se esperaba que Diego hablase, y menos la profundidad de su voz. O al menos eso se imaginó él. Aunque no le gustara, se había acostumbrado a provocar miedo en los demás, y tenía que admitir que a veces resultaba de lo más útil.

—Dígale que su amigo... David está aquí. Y que necesita hablar con ella.

Para subrayar sus palabras, apoyó las manos sobre la mesa de la secretaria, que se echó hacia atrás de forma instintiva y bajó la mirada hacia el teclado de su ordenador.

—Está ocupada. No puede atenderle ahora mismo.

Diego enarcó las cejas. A lo largo de los últimos años, se había convertido en todo un experto en mentiras y sabía detectar una sin problemas. Forzó una sonrisa a pesar de no estar feliz. Tenía que jugar sus cartas, cumplir su papel. No había más opciones: debía parecer peligroso y, tal vez así, consiguiera que los demás lo creyesen.

—No creo que le importe mucho que vengan a verla —insistió mientras acercaba su rostro aún más al de la secretaria—. Se va a llevar una sorpresa, ya verá. Seguro que está deseando volver a verme.

Lo que había comenzado siendo un escalofrío por parte de la mujer, acabó como un tembleque en toda regla. Su cuerpo parecía hecho de gelatina y Diego sintió una sensación agridulce en el paladar que se apresuró a expulsar de su mente tan pronto como le fue posible. Ahora no era él quien debía preocuparse por lo sucedido, sino el otro, el delincuente.

—Le he dicho que está ocupada —contraatacó la secretaria—. Así que váyase de aquí antes de que llame a la policía.

El pánico se apoderó de Diego por un segundo ante la idea de verse descubierto por la policía. Se suponía que tenía que asustar a la mujer para que lo dejara pasar, pero no lo suficiente como para que se sintiera amenazada. Se apartó de ella con las manos en alto como símbolo de una tregua. Solo esperaba que su fachada estuviera resultando convincente.

—Son solo unos minutos, nada más. Le prometo que entraré y antes de que quiera darse cuenta estaré fuera. De verdad. Solo quiero hablar con ella de negocios.

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