DIEZ

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A la mañana siguiente cuando llamó al timbre de su vecina, apenas tuvo que esperar unos segundos. Leticia ya estaba lista, vestida con unos pantalones ajustados, un grueso jersey de cuello vuelto y unas botas altas forradas de borrego.
En el suelo descansaba una enorme maleta con su gruesa cazadora encima y abundante material de pintura.
Un obediente Milo esperaba sentado a su lado, rodeado de su propio equipaje.

—Muy puntual —declaró Felipe mirándola con aprobación—. ¿Has avisado a tu madre de mi llegada?

—Sí. La telefoneé esta mañana y dijo que estaría encantada de recibirte.

—Perfecto —felipe cogió la mayor parte de los bultos y se dirigió hacia el ascensor, mientras la joven lo seguía con Milo.

Metieron al perro en el maletero junto con el resto del equipaje y ellos se sentaron delante. Letizia miró con disimulo a su atractivo vecino que ese día llevaba puesta una elegante chaqueta de sport y le gustó lo que vio; sabía que a su madre también le gustaría Felipe, y solo esperaba que no se le metieran ideas absurdas respecto a ellos dos en la cabeza.
El paisaje volaba ante sus ojos cubierto por una espesa capa de nieve que aumentaba su belleza serena. Por fortuna, no quedaba ni rastro de hielo en el asfalto, así que no tuvieron ningún problema en todo el viaje, que resultó de lo más agradable.
A Letizia le sorprendió encontrar a su vecino tan animado.

Felipe también estaba algo desconcertado con su actitud; de repente, se sentía muy contento de haber decidido acompañarla y se alegraba de no tener que pasar solo esas fiestas que siempre le resultaban algo deprimentes.
Solo se detuvieron una vez a echar gasolina y a tomar un café, así que llegaron a casa de los padres de Letizia justo a tiempo para la comida.
Debían haber oído el sonido del motor pues, cuando Letizia y Felipe se bajaron del coche, un comité de bienvenida, compuesto por sus padres y sus dos hermanos, les esperaba en la puerta de la casa para recibirlos.
Felipe notó que Letizia se quedaba muy rígida a su lado y, extrañado, vio como, de pronto, la joven daba media vuelta y salía corriendo por el jardín nevado en dirección contraria.
La explicación llegó enseguida, en forma de dos tipos enormes que salieron en su persecución gritando como lunáticos.

Al final, uno de ellos se lanzó en plancha y agarró las piernas de Isa derribándola sobre el suelo helado.
Los otros dos cogieron puñados de nieve y empezaron a metérselos por el cuello y por debajo del jersey, mientras ella gritaba sin pausa pidiendo socorro.
Los padres de Letizia miraban la escena, divertidos, así que Felipe no se atrevió a intervenir.
Por fin, los hombres juzgaron que la tortura había durado lo suficiente y ayudaron a la pobre chica a ponerse en pie.

—¡Me las pagarán los dos! —amenazó Letizia blandiendo su puño ante sus caras, aunque su expresión risueña contradecía su aparente enfado.
De nuevo se acercó a Felipe, con el pelo revuelto y el rostro congestionado por el esfuerzo y los presentó.

—Felipe de Borbon, mis dos horribles hermanos mayores, Alfonso y Agustín—después lo condujo hasta la entrada de la casa y le presentó a sus padres.

—Papá, Mamá, este es Felipe de Borbon. Leo, mis padres Paloma y Jesus.

Felipe les estrechó la mano a ambos y les agradeció su amabilidad por recibirlo en su casa sin haber avisado.

—No te preocupes, Borbon, ¿puedo llamarte así? —felipe asintió con una sonrisa y la madre de Letizia prosiguió, mirándolo con aprobación—. Llámame paloma. Los amigos de mis hijos son siempre bienvenidos.

A Felipe le sorprendió el calor que irradiaba toda la familia; quizá eran sus genes latinos los que hacían que se mostraran tan cariñosos los unos con los otros, intercambiando continuamente besos y abrazos sin ningún tipo de embarazo.

¿Vecinos? (Adaptación Where stories live. Discover now