La cuarta esposa: «la yegua de Flandes».

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     El embajador sonrió y repuso:

—Y hasta tal vez le gustara a Vuestra Majestad probarlas una tras otra, para ver cuál de ellas resultara más de su agrado. ¿No es eso lo que hacían antiguamente en este país los Caballeros de la Mesa Redonda?

     El rey se sonrojó ante aquella franqueza e insinuó que era preciso llevar el tema con cuidado, pues «si yo me caso por modo que llego a emparentar con el emperador, este me preferirá a mí a vuestro amo».

     Enrique, como buen psicópata, era incapaz de comprender la repulsión que causaba en el extranjero por los actos cometidos a lo largo de los años. Él justificaba su actuación y pretendía que todos lo vieran del mismo modo. Tampoco entendía que ya no era aquel joven guapo, sino un individuo obeso, feo, desagradable y que olía a putrefacción porque sus llagas —a causa de la viruela— se descomponían a pasos agigantados. El emperador, por ejemplo, opuso tantas dificultades al matrimonio con su sobrina, que el casamiento no se celebró. Si lo reflexionas, después del calvario que Enrique había hecho vivir a la tía de Carlos y a su propia hija Mary, ¡¿cómo podía siquiera pensar que le permitiría casarse con otro miembro de su familia?!

     El monarca inglés necesitaba con este nuevo matrimonio establecer una alianza. Carlos y Francisco habían firmado un tratado en el que como rey de Inglaterra había sido ignorado y temía que ahora el sobrino de la difunta Catalina fuese contra él. Además, el nuevo papa —Pablo III— había firmado una bula en septiembre de 1538 en la que excomulgaba a Enrique y lo declaraba formalmente depuesto, de modo que sus súbditos estarían absueltos de toda desobediencia. Incluso envió al cardenal inglés Reginal Pole a persuadir a las potencias católicas de que emprendieran acciones contra Inglaterra para destronarlo.

     Si bien Carlos y Francisco no tenían intenciones —en principio— de acatar la orden pontificia, Cromwell convenció a Enrique de que una alternativa era aliarse con alguno de los príncipes protestantes del Sacro Imperio Romano Germánico. Motivos para sugerirlo los había de sobra, para empezar el rey tenía cuarenta y ocho años, engordaba sin parar y su hijo era débil y enfermizo. Así, durante 1539 se abrieron las negociaciones con el duque alemán de Cleves, que contaba con una hermana.

     El embajador Christopher Mont dijo de Ana de Cleves que era incomparable tanto por el rostro como por el cuerpo y que excedía la belleza de la duquesa de Milán «como el sol dorado supera a la plateada luna». Enrique recién le propuso matrimonio después de enviar al pintor Hans Holbein a que le hiciera un retrato y de que no le desagradase lo que vio.

     Un enviado, Nicholas Worton, describió el retrato como una imagen realista, pero lo previno de que la joven no sabía cantar ni tocar ningún instrumento porque «en Alemania consideran reprochable y propicio a la ligereza que las grandes damas tengan estudios o conocimientos de música».

     Ana de Cleves viajó desde Düsseldorf hasta Calais a través de Amberes en pleno invierno para que la parte del trayecto realizada por mar fuera poca «por el bien de su tez». Llegó a Deal el 27 de diciembre y cabalgó desde allí hasta Rochester, donde llegó el día de Año Nuevo de 1540.

     El rey, impaciente por ver a su novia, fue a su encuentro... Y cuando le echó un vistazo a escondidas se quedó horrorizado. Tenía el rostro picado de viruela, no había nada que le gustase en la muchacha. Enrique retuvo los regalos que le había traído y ella siguió su viaje hacia Greenwich.

     Cuando se iba en la lancha comentó respecto a su prometida:

—No veo en esta mujer nada de lo que se ha dicho de ella y me extraña que hombres entendidos y sabios me hayan enviado informes tan poco ciertos.

     También comentó:

—Me avergüenza que haya hombres que la hayan alabado tanto y que a mí no me guste nada.

LA ESPÍA DEL REY. Amor y traición.Where stories live. Discover now