—¿Por qué no podemos ir en un avión de línea regular? Ya sabes, un avión grande con un experto piloto, copilotos, azafatas...

—No, demasiado lento —contestó ella, colocándose las gafas de sol sobre la cabeza—. Soy pilota, Camila. Tengo licencia desde los dieciséis años. No va a pasar nada.

—Yo no quiero morir.

—Yo tampoco —dijo Lauren.

—Pero yo nunca he viajado en una avioneta...

—Entonces, será tu primera vez —dijo Lauren sonriendo, y abrió una de las portezuelas.

—Mi padre murió en un accidente de avión.

—Lo siento —dijo ella entonces—. No lo sabía. Pero no te preocupes, en serio, soy una buena piloto. Además, según las estadísticas es mucho menos probable morir en un accidente de avión que en uno de coche. Vamos, sube.

—Es que yo me mareo en los barcos...

—Pero aquí no te vas a marear, te lo aseguro —Lauren tomó su mano y la apretó con fuerza—. Confía en mí.

Iba a obligarla a subir a aquella cosa de lata.

—Con dos condiciones. Una, si lo paso mal, volveremos en un avión normal. Y dos, nada de acrobacias.

—Nada de acrobacias, de acuerdo —sonrió ella—. Venga, sube.

Una vez en el asiento de la avioneta, Lauren la ayudó a ponerse el cinturón de seguridad antes de colocarse frente a los mandos. Diez minutos después, cuando había comprobado lo que a Camila le parecieron miles de botones, se inclinó para ponerle unos auriculares.

—¿Me oyes ahora?

—Sí.

Mientras Lauren se comunicaba con la torre de control, ella se dedicó a hacer cuentas para no pensar en lo que estaba a punto de hacer. ¿Cuántos intereses darían un millón de dólares pagados en veinticuatro plazos durante cinco años?

La avioneta empezó a moverse, saltando suavemente sobre la pista, y Camila cerró los ojos. Pero unos minutos después, notó que Lauren tocaba su mano.

—Ya puedes abrirlos.

Ella abrió un ojo y vio... el cielo azul. Y cuando se arriesgó a mirar hacia abajo no se mareó como había imaginado. Al contrario, quería ver más, acercarse más a la ventanilla.

—El agua es tan verde y profunda...

—Preciosa, ¿verdad? Tan profunda como tus ojos.

Camila la miró, sorprendida.

«No le des importancia, es una seductora nata», pensó. Pero saber eso no diluía el impacto del piropo.

—Gracias.

—¿Quieres que pasemos por encima de mi casa antes de dirigirnos al este?

Camila lo pensó un momento.

—Muy bien.

Lauren no tenía que ser agradable con ella. La tenía donde la quería, la había contratado para que hiciera exactamente lo que deseaba.

Pero le gustaba que hiciera un esfuerzo.

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Como un ciervo cegado por los faros de un coche, Lauren no podía apartar la mirada. Unas curvas de escándalo, unas piernas interminables... Camila estaba hablando con Normani en la puerta del búngalo.

«Es preciosa».

¿Cómo no se había dado cuenta antes?

El material tenía que haber estado ahí porque era imposible que Camila hubiese hecho maravillas quirúrgicas en cinco horas, desde que Normani fue a buscarlas al aeropuerto de Nassau para llevársela de compras mientras Lauren iba al búngalo.

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