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El sol comenzaba a esconderse y el cielo estaba oscurecido casi por completo, pero a Toya no le importó.

Sabía que le iban a regañar, pero le daba igual. No quería llegar a su casa y ponerse a tocar el piano, ¡no le gustaba!

Ahora mismo, él era solo un niño que necesitaba sentirse libre.

Pisaba la hierba con fuerza a medida que corría y atravesaba los árboles. A estas alturas, se sabía el bosque de pies a cabeza, por lo que era imposible que se perdería.

Conocía hasta el último rincón de cada zona, ¡ya nada era nuevo para él!

-¿Eh? -Toya se detuvo en seco. Escuchó un llanto silencioso detrás de un arbusto.

Lentamente, asegurándose de no hacer ruido, se acercó. Separó algunas ramas del matorral y las pasó.

Vió a un chico, quizá de su edad, lleno de heridas y con el rostro cubierto por sus manos.

Al parecer, todavía no había notado su presencia.

Toya se aproximó un poco más hacia el joven, y con voz suave habló.

-Hola, ¿qué te pasa? -el chico detuvo sus sollozos y levantó la cabeza para mirarle. Su cara seguía cubierta, pero se podían notar unas ojeras.

El niño no respondió. Se echó para atrás y puso sus manos delante de él. Parecía estar defendiéndose.

Toya lo notó, por lo que se alejó un poco. No quería asustarle.

-Tranquilo, no te haré nada -murmuró, suavemente. Su mirada se desvío hacia las heridas que tenía-. ¿Por qué tienes moratones?

El joven también miró las heridas que tenía a la vista, en sus brazos. Volvió a mirar a Toya, un poco confundido.

-Los... Los hizo mi padre.

Toya abrió los ojos ligeramente. ¿Había padres que le hacían moratones a sus hijos?

-¿Y por qué? -el peliazul tenía bastante curiosidad.

-Porque soy un niño malo.

-¿Lo eres? -Toya levantó una ceja. Los niños malos que había conocido nunca lloraban así de arrepentidos.

-Eso dice mi padre.

Ambos se callaron, no sabían qué decir.

El ojigris se acercó un poco más al chico, el cual estaba algo más tranquilo.

Tomó delicadamente su brazo y vió mejor los golpes.

-¿Te duelen? -preguntó Toya.

-Un poco.

Soltó el brazo y se miraron.

-¿Cómo te llamas?

-Akito.

Toya sonrió dulcemente y extendió su mano.

-¡Yo soy Toya Aoyagi!

Akito, dudando un poco, tomó su mano y se levantaron.

-¿Vives cerca de aquí? -empezaron a caminar hacia las afueras del bosque.

-No del todo -la compostura del pelinaranja mejoró ligeramente-. ¿Sabes la casa que hay atrás? Pues está dos casas más hacia la izquierda.

Toya sonrió, emocionado, y le miró.

-¡La casa de la que hablas es la mía! -la expresión de Akito se suavizó e, inconscientemente, sus labios se curvaron en una sonrisa-. ¡Quizá puedas venir alguna vez a visitarme!

-No creo que pueda.

-¿Por qué no?

-Dudo que mi padre me dejé.

Toya infló las mejillas y frunció el ceño.

-¡No me cae bien tu padre! -resopló.

-¿Por qué dices eso? -Akito parecía enfadado.

-Porque te pega, dice que eres malo, ¡y no te deja ir a casa de tus amigos!

-¿Somos amigos? -sin duda, aquella palabra era nueva para Akito.

Toya asintió y balanceó un poco las manos unidas de ambos.

-¡Pues claro!

Un pequeño brillo se formó en los ojos de Akito. Nunca había tenido un amigo.

-¿A dónde vamos? -el pelinaranja parecía algo más animado después de aquello.

-Yo voy a mi casa. Si no te dejan venir, pues ve a la tuya -Toya le sonrió.

Akito asintió lentamente. No le gustaba estar en casa.


Heridas [ Akitoya ]Where stories live. Discover now